[Analisis] El Estado con mascarilla.

Importancia del Estado en la nueva fase autoritaria del capitalismo

La actual crisis ha significado unas cuantas vueltas de tuerca en el
control social por parte del Estado. Lo principal en esa materia ya
estaba bastante bien implantado porque las condiciones económicas y
sociales que hoy imperan así lo exigían; la crisis no ha hecho más que
acelerar el proceso. Estamos participando a la fuerza como masa de
maniobra en un ensayo general de defensa del orden dominante frente a
una amenaza global. El coronavirus 19 ha sido el motivo para el rearme
de la dominación, pero igual hubiera servido una catástrofe nuclear, un
impasse climático, un movimiento migratorio imparable, una revuelta
persistente o una burbuja financiera difícil de manejar. No obstante la
causa no es lo de menos, y la más verídica es la tendencia mundial a la
concentración de capitales, aquello a lo que los dirigentes llaman
indistintamente mundialización o progreso. Dicha tendencia halla su
correlato en la tendencia a la concentración de poder, así pues, al
refuerzo de los aparatos de contención, desinformación y represión
estatales. Si el capital es la sustancia de tal huevo, el Estado es la
cáscara. Una crisis que ponga en peligro la economía globalizada, una
crisis sistémica como dicen ahora, provoca una reacción defensiva casi
automática y pone en marcha mecanismos disciplinarios y punitivos de
antemano ya preparados. El capital pasa a segundo plano y entonces es
cuando el Estado aparece en toda su plenitud. Las leyes eternas del
mercado pueden tomarse unas vacaciones sin que su vigencia quede
alterada.

El Estado pretende mostrarse como la tabla salvadora a la que la
población debe de agarrarse cuando el mercado se pone a dormir en la
madriguera bancaria y bursátil. Mientras se trabaja en el retorno al
orden de antes, o sea, como dicen los informáticos, mientras se intenta
crear un punto de restauración del sistema, el Estado interpreta el
papel de protagonista protector, aunque en la realidad este se asemeje
más al de bufón macarra. A pesar de todo, y por más que lo diga, el
Estado no interviene en defensa de la población, ni siquiera de las
instituciones políticas, sino en defensa de la economía capitalista, y
por lo tanto, en defensa del trabajo dependiente y del consumo inducido
que caracterizan el modo de vida determinado por aquella. De alguna
forma, se protege de una posible crisis social fruto de otra sanitaria,
es decir, se defiende de la población. La seguridad que realmente cuenta
para él no es la de las personas, sino la del sistema económico, esa a
la que suelen referirse como seguridad “nacional”. En consecuencia, la
vuelta a la normalidad no será otra cosa que la vuelta al capitalismo: a
los bloques colmena y a las segundas residencias, al ruido del tráfico,
a la comida industrial, al trasporte privado, al turismo de masas, al
panem et circenses… Las formas extremas de control como el confinamiento
y la distancia interindividual terminarán, pero el control continuará.
Nada es transitorio: un Estado no se desarma por propia voluntad, ni
prescinde gustosamente de las prerrogativas que la crisis le ha
otorgado. Simplemente, “hibernará” las menos populares, tal como ha
hecho siempre. Tengamos en cuenta que la población no ha sido
movilizada, sino inmovilizada, por lo que es lógico pensar que el Estado
del capital, más en guerra contra ella que contra el coronavirus, trata
de curarse en salud imponiéndole condiciones cada vez más antinaturales
de supervivencia.

El enemigo público designado por el sistema es el individuo
desobediente, el indisciplinado que hace caso omiso de las órdenes
unilaterales de arriba y rechaza el confinamiento, se niega a permanecer
en los hospitales y no guarda las distancias. El que no comulga con la
versión oficial y no se cree sus cifras. Evidentemente, nadie señalará a
los responsables de dejar a los sanitarios y cuidadores sin equipos de
protección y a los hospitales sin camas ni unidades de cuidados
intensivos suficientes, a los mandamases culpables de la falta de tests
de diagnóstico y respiradores, o a los jerarcas administrativos que se
despreocuparon de los ancianos de las residencias. Tampoco apuntará el
dedo informativo a expertos desinformadores, a empresarios que especulan
con los cierres, a los fondos buitre, a los que se beneficiaron con el
desmantelamiento de la sanidad pública, a quienes comercian con la salud
o a las multinacionales farmacéuticas… La atención estará siempre
dirigida, o mejor teledirigida, a cualquier otro lado, a la
interpretación optimista de las estadísticas, al disimulo de las
contradicciones, a los mensajes paternalistas gubernamentales, a la
incitación sonriente a la docilidad de las figuras mediáticas, al
comentario chistoso de las banalidades que circulan por las redes
sociales, al papel higiénico, etc. El objetivo es que la crisis
sanitaria se compense con un grado mayor de domesticación. Que no se
cuestione un ápice la labor de los dirigentes. Que se soporte el mal y
que se ignore a los causantes.

La pandemia no tiene nada de natural; es un fenómeno típico de la forma
insalubre de vida impuesta por el turbocapitalismo. No es el primero, ni
será el último. Las víctimas son menos del virus que de la privatización
de la sanidad, la desregulación laboral, el despilfarro de recursos, la
polución creciente, la urbanización desbocada, la hipermovilidad, el
hacinamiento concentracionario metropolitano y la alimentación
industrial, particularmente la que deriva de las macrogranjas, lugares
donde los virus encuentran su inmejorable hogar reproductor. Condiciones
todas ellas idóneas para las pandemias. La vida que deriva de un modelo
industrializador donde los mercados mandan es aislada de por sí,
pulverizada, estabulada, tecnodependiente y propensa a la neurosis,
cualidades todas que favorecen la resignación, la sumisión y el
ciudadanismo “responsable”. Si bien estamos gobernados por inútiles,
ineptos e incapaces, el árbol de la estupidez gobernante no ha de
impedirnos ver el bosque de la servidumbre ciudadana, la masa impotente
dispuesta a someterse incondicionalmente y encerrarse en pos de la
seguridad aparente que le promete la autoridad estatal. Esta, en cambio,
no suele premiar la fidelidad, sino guardarse de los infieles. Y, para
ella, en potencia, infieles lo somos todos.

En cierto modo, la pandemia es una consecuencia del empuje del
capitalismo de estado chino en el mercado mundial. La aportación
oriental a la política consiste sobre todo en la capacidad de reforzar
la autoridad estatal hasta límites insospechados mediante el control
absoluto de las personas por la vía de la digitalización total. A esa
clase de virtud burocrático-policial podría añadirse la habilidad de la
burocracia china en poner la misma pandemia al servicio de la economía.
El régimen chino es todo un ejemplo de capitalismo tutelado, autoritario
y ultradesarrollista al que se llega tras la militarización de la
sociedad. En China la dominación tendrá su futura edad de oro. Siempre
hay pusilánimes retardados que lamentarán el retroceso de la
“democracia” que el modelo chino conlleva, como si lo que ellos
denominan así no fuera otra cosa que la forma política de un periodo
obsoleto, el que correspondía a la partitocracia consentida en la que
ellos participaban gustosamente hasta ayer. Pues bien, si el
parlamentarismo empieza a ser impopular y maloliente para los dirigidos
en su mayoría, y por consiguiente, resulta cada vez menos eficaz como
herramienta de domesticación política, en gran parte es debido a la
preponderancia que ha adquirido en los nuevos tiempos el control
policial y la censura sobre malabarismo de los partidos. Los gobiernos
tienden a utilizar los estados de alarma como herramienta habitual de
gobierno, pues las medidas que implican son las únicas que funcionan
correctamente para la dominación en los momentos críticos. Ocultan la
debilidad real del Estado, la vitalidad que contiene la sociedad civil y
el hecho de que al sistema no le sostiene su fuerza, sino la atomización
de sus súbditos descontentos. En una fase política donde el miedo, el
chantaje emocional y los big data son fundamentales para gobernar, los
partidos políticos son mucho menos útiles que los técnicos, los
comunicadores, los jueces o la policía.

Lo que más debe de preocuparnos ahora es que la pandemia no solo culmine
algunos procesos que vienen de antiguo, como por ejemplo, el de la
producción industrial estandardizada de alimentos, el de la
medicalización social y el de la regimentación de la vida cotidiana,
sino que avance considerablemente en el proceso de la digitalización
social. Si la comida basura como dieta mundial, el uso generalizado de
remedios farmacológicos y la coerción institucional constituyen los
ingredientes básicos del pastel de la cotidianidad posmoderna, la
vigilancia digital (la coordinación técnica de las videocámaras, el
reconocimiento facial y el rastreo de los teléfonos móviles) viene a ser
la guinda. De aquellos polvos, estos lodos. Cuando pase la crisis casi
todo será como antes, pero la sensación de fragilidad y desasosiego
permanecerá más de lo que la clase dominante desearía. Ese malestar de
la conciencia restará credibilidad a los partes de victoria de los
ministros y portavoces, pero está por ver si por sí solo puede echarlos
de la silla en la que se han aposentado. En caso contrario, o sea, si
conservaran su poltrona, el porvenir del género humano seguiría en manos
de impostores, pues una sociedad capaz de hacerse cargo de su propio
destino no podrá formarse nunca dentro del capitalismo y en el marco de
un Estado. La vida de la gente no empezará a caminar por senderos de
justicia, autonomía y libertad sin desprenderse del fetichismo de la
mercancía, apostatar de la religión estatista y vaciar sus grandes
superficies y sus iglesias.

Miguel Amorós

Confinado en su casa muy a su pesar, el 7 de abril de 2020.