[Analisis] ¿Tienen politica los artefactos? Langdon Winner

En las controversias acerca de la tecnología y la sociedad, no hay
ninguna idea que sea más provocativa que la noción de que los artefactos
técnicos tienen cualidades políticas. Lo que está en cuestión es la
afirmación de que las máquinas, estructuras y sistemas de nuestra
moderna cultura material pueden ser correctamente juzgados no sólo por
sus contribuciones a la eficacia y la productividad, ni simplemente por
sus efectos ambientales colaterales, sino también por el modo en que
pueden encarnar ciertas formas de poder y autoridad específicas. Dado
que algunas de estas ideas tienen una presencia persistente e
inquietante en las discusiones sobre el significado de la tecnología, es
necesario prestarles una atención explícita…(2)

No resulta sorprendente descubrir que los sistemas técnicos se
encuentran profundamente entretejidos con las condiciones de la política
moderna. Las organizaciones físicas de la producción industrial, la
guerra, las comunicaciones, etc., han alterado de forma esencial el
ejercicio del poder y la experiencia de la ciudadanía. Pero ir más allá
de este hecho evidente y defender que ciertas tecnologías poseen en sí
mismas propiedades políticas parece, a primera vista, algo completamente
erróneo. Todos sabemos que los entes políticos son las personas, no las
cosas. Descubrir virtudes o vicios en las aleaciones de acero, los
plásticos, los transistores, los circuitos integrados o los compuestos
químicos parece una absoluta y total equivocación, un modo de mistificar
los artificios humanos y de evitar plantar cara a las auténticas
fuentes, las fuentes humanas de la libertad y la opresión, la justicia y
la injusticia. Echar la culpa al hardware parece incluso más estúpido
que culpar a las víctimas cuando se juzgan las condiciones de la vida
pública.

Por tanto, el austero consejo que comúnmente se ofrece a aquéllos que
coquetean con la idea de que los aparatos técnicos poseen cualidades
políticas es: lo que importa no es la tecnología misma, sino el sistema
social o económico en el que se encarna. Esta máxima, que en sus muchas
variantes es la premisa central de una teoría que puede denominarse
determinismo social de la tecnología, expresa una obvia sabiduría. Sirve
como correctivo necesario para aquéllos que se ocupan de manera acrítica
de asuntos tales como «el ordenador y sus impactos sociales», pero no
miran detrás de los aparatos técnicos para descubrir las circunstancias
sociales de su desarrollo, empleo y uso. Este enfoque proporciona un
antídoto contra el determinismo tecnológico ingenuo: la idea de que la
tecnología se desarrolla únicamente como resultado de su dinámica
interna y, entonces, al no hallarse mediatizada por ninguna otra
influencia, moldea la sociedad para adecuarla a sus patrones. Aquéllos
que no han reconocido aún los modos en los que las fuerzas sociales y
económicas dan forma a las tecnologías no han ido mucho más allá de ese
determinismo.

Sin embargo, este correctivo tiene sus propias limitaciones; entendido
de forma literal, sugiere que los aparatos técnicos no tienen ninguna
importancia. Una vez que uno ha hecho el trabajo detectivesco necesario
para descubrir los orígenes sociales (la mano de los poderosos tras un
determinado ejemplo de cambio tecnológico) ya habría explicado todo lo
que es importante y merece explicarse. Esta conclusión proporciona
comodidad a los científicos sociales: da validez a lo que habían
sospechado desde siempre, a saber, que no hay nada distintivo en el
estudio de la tecnología. Por consiguiente, pueden volver otra vez a sus
modelos tradicionales de poder social (modelos sobre la política de los
colectivos sociales, políticas burocráticas, modelos marxistas de lucha
de clases y otros por el estilo) y tener todo lo que necesitan. El
determinismo social de la tecnología no difiere esencialmente del
determinismo social de, podríamos decir, la política del bienestar o los
impuestos.

La tecnología, no obstante, tiene buenas razones para explicar la
fascinación que recientemente ha ejercido sobre historiadores, filósofos
y científicos políticos; buenas razones que los modelos tradicionales de
las ciencias sociales sólo abarcan en parte en sus explicaciones de lo
más interesante y problemático del tema. Ya he intentado mostrar en otro
lugar por qué una gran parte del pensamiento social y político moderno
contiene afirmaciones recurrentes acerca de la que se puede denominar
teoría de la política tecnológica, una amalgama de nociones a menudo
cruzadas con filosofías liberales ortodoxas, conservadoras y socialistas
(Winner, 1977). La teoría de las políticas tecnológicas presta mucha
atención al ímpetu de los sistemas sociotécnicos a gran escala, a la
respuesta de las sociedades modernas a ciertos imperativos tecnológicos
y a todos los signos habituales de la adapatación de los fines humanos a
los medios técnicos. Al hacer esto, ofrece un nuevo conjunto de
explicaciones e interpretaciones para algunos de los patrones más
problemáticos y confusos que han tomado forma dentro de y en torno al
crecimiento de la cultura material moderna. Un punto a favor de esta
concepción es que toma los artefactos técnicos en serio. Más que
insistir en que reduzcamos todo a una mera interrelación entre fuerzas
sociales, sugiere que prestemos atención a las características de los
objetos técnicos y al significado de tales características. Siendo un
complemento necesario para, más que un sustituto de, las teorías de la
determinación social de la tecnología, esta perspectiva identifica
ciertas tecnologías como fenómenos políticos por sí mismas. Nos conduce,
tomando prestada la expresión filosófica de Edmund Husserl, a las cosas
en sí mismas.

A continuación esbozaré y ofreceré ejemplos de dos formas en las que los
artefactos pueden poseer propiedades políticas. En primer lugar, me
ocupo de aquellos ejemplos en los que la invención, diseño y
preparativos de un determinado instrumento o sistema técnico se
convierten en un medio para alcanzar un determinado fin dentro de una
comunidad. Bien enfocados, los ejemplos de este tipo resultan muy
directos y fáciles de entender. En segundo lugar, me ocuparé de los
casos de lo que se pueden denominar tecnologías inherentemente
políticas, sistemas ideados por humanos que parecen necesitar o ser
fuertemente compatibles con ciertos tipos de relaciones sociales. Los
argumentos sobre este tipo de casos son mucho más complejos y están más
cerca del núcleo del tema que nos ocupa. Con el término «política» me
referiré a los acuerdos de poder y autoridad en las asociaciones
humanas, así como a las actividades que tienen lugar dentro de dichos
acuerdos. Con el término «tecnología» haré referencia a todo tipo de
artefacto práctico moderno,(3) pero para evitar confusiones, prefiero
hablar de tecnologías, piezas o sistemas más o menos grandes de hardware
de cierto tipo especial. Mi intención aquí no es cerrar la discusión de
una vez por todas, sino señalar sus dimensiones y significados más
generales.

Planes técnicos como formas de orden

Todo el que haya viajado alguna vez por las autopistas americanas y se
haya acostumbrado a la altura habitual de sus pasos elevados puede que
encuentre algo anormal en los puentes sobre las avenidas de Long Island,
en Nueva York. Muchos de esos pasos elevados son extraordinariamente
bajos, hasta el punto de tener tan sólo nueve pies de altura en algunos
lugares. Incluso aquellos que perciban esta peculiaridad estructural no
estarían inclinados a otorgarle ningún significado especial. En nuestra
forma habitual de observar cosas tales como carreteras y puentes, vemos
los detalles de forma como inocuos, y raramente pensamos demasiado en
ellos.

Resulta, no obstante, que los cerca de doscientos pasos elevados de Long
Island fueron deliberadamente diseñados así para obtener un determinado
efecto social. Robert Moses, el gran constructor de carreteras, parques,
puentes y otras obras públicas de Nueva York entre los años veinte y
setenta, construyó estos pasos elevados de tal modo que fuera imposible
la presencia de autobuses en sus avenidas. De acuerdo con las evidencias
presentadas por Robert A. Caro en su biografía de Moses, las razones que
el arquitecto ofrecía reflejaban su sesgo clasista y sus prejuicios
raciales. Los blancos de las clases «ricas» y «medias acomodadas», como
él los llamaba, propietarios de automóviles, podrían utilizar libremente
los parques y playas de Long Island para su ocio y diversión. La gente
menos favorecida y los negros, que normalmente utilizaban el transporte
público, se mantendrían a distancia de dicha zona porque los autobuses
de doce pies de altura no podrían transitar por los pasos elevados. Una
consecuencia era la limitación del acceso de las minorías raciales y
grupos sociales desfavorecidos a Jones Beach, el parque público más
alabado de los que Moses construyó. Moses se aseguró de que los
resultados de sus diseños fueran efectivos vetando poco después una
propuesta de extensión del ferrocarril de Long Island hasta Jones
Beach.(4)

Como parte de la historia de la política americana reciente, la vida de
Robert Moses es fascinante. Sus tratos y acuerdos con alcaldes,
gobernadores y presidentes, y su cuidadosa manipulación de asambleas
legislativas, bancos, sindicatos, prensa y opinión pública son otros
tantos casos de estudio de los que los científicos políticos podrían
ocuparse durante años. Pero los resultados más importantes y duraderos
de su trabajo son sus tecnologías, los grandes proyectos de ingeniería
que dieron a Nueva York gran parte de su actual aspecto. Después de
generaciones, los pactos y alianzas que Moses forjó han desaparecido,
pero sus obras públicas, especialmente las autopistas y puentes que
construyó con el fin de favorecer el uso del automóvil frente al
desarrollo de los trasportes públicos, continuarán dando forma a la
ciudad. Muchas de sus estructuras monumentales de acero y hormigón
encarnan una desigualdad social sistemática, una forma de ingeniería de
las relaciones personales que, después de cierto tiempo, se convierte
sin más en parte del paisaje. Como el diseñador Lee Koppleman comentó a
Caro acerca de los puentes tan bajos de Wantagh Parkway: «El viejo hijo
de puta se aseguró bien de que los autobuses nunca lograran acceder a
sus malditas avenidas.» (Caro, 1974: 952).

La historia de la arquitectura, el urbanismo y las obras públicas
contiene un gran número de ejemplos de planes físicos con propósitos
políticos implícitos o explícitos. Podemos mencionar, por ejemplo, las
anchísimas avenidas parisinas diseñadas por el barón Haussmann durante
el mandato de Luis Napoleón con el fin de prevenir toda posibilidad de
desórdenes callejeros del tipo de los que tuvieron lugar durante la
revolución de 1848. Podemos visitar cualquiera de los grotescos
edificios de hormigón y las enormes plazas construidas en los campus
universitarios americanos a finales de los años sesenta y comienzos de
los setenta con el propósito de evitar las manifestaciones de
estudiantes. Los estudios sobre maquinaria industrial y herramientas
también se convierten en interesantes historias políticas, incluyendo
algunas que rompen con nuestras expectativas habituales acerca de por
qué se producen las innovaciones tecnológicas. Si suponemos que las
nuevas tecnologías se introducen con el fin de lograr una eficacia cada
vez mayor, la historia de la tecnología nos contradecirá de vez en
cuando. El cambio tecnológico conlleva una amplísima muestra de motivos
humanos, de los cuales el deseo de obtener dominio sobre los demás no es
el menos frecuente, incluso aunque ello implique un sacrificio ocasional
respecto a los costes y cierta violencia en los modos de conseguir más a
partir de menos.

Un ejemplo de todo esto de puede encontrar en la historia de la
mecanización industrial durante el siglo XIX. Hacia 1885 se instalaron
en la planta de fabricación de segadoras Cyrus McCormick de Chicago
modernas máquinas neumáticas de forja, una innovación reciente y con su
eficacia aún por probar, con unos costes estimados de 500.000 dólares.
En la interpretación económica tradicional de tal suceso se esperaría
que esta decisión hubiese modernizado la fábrica y logrado el tipo de
eficacia que generalmente implica la mecanización. Pero el historiador
Robert Ozanne ha mostrado por qué este desarrollo debe contemplarse en
un contexto más amplio. Precisamente en ese momento, Cyrus McCormick II
se hallaba envuelto en una lucha contra el sindicato nacional de
forjadores. En realidad, él veía la utilización de esas nuevas máquinas
como una forma de «arrancar de raíz los elementos subversivos entre sus
trabajadores», es decir, los trabajadores especializados que habían
organizado el sindicato local de forjadores en Chicago (Ozanne, 1967).
La nuevas máquinas, manipuladas por trabajadores no especializados,
realmente producían resultados de peor calidad a costes más altos que
los primitivos procesos. Tras tres años de utilización, las máquinas
fueron simplemente eliminadas, pero para entonces ya habían cumplido su
misión: la destrucción del sindicato. De esta manera, la historia de
estos desarrollos técnicos en la fábrica McCormick no pueden entenderse
adecuadamente sin hacer referencia a los intentos organización de los
trabajadores, la política de represión de los movimientos sindicales en
Chicago durante aquel periodo y los sucesos relacionados con el atentado
con bomba en Haymarket Square. La historia de la tecnología y la
historia de la política norteamericana se entrelazan firmemente en este
caso.

En casos como los de los puentes de Moses o la máquinas de forja de
McCormick, puede verse claramente la importancia de los planes técnicos
que preceden al uso de los instrumentos en cuestión. Es obvio que las
tecnologías pueden ser utilizadas de manera que faciliten el poder, la
autoridad y los privilegios de unos sobre otros, por ejemplo, la
utilización de la TV para promocionar a un candidato político. De
acuerdo a nuestra forma de pensar usual, concebimos las tecnologías como
herramientas neutrales que pueden utilizarse bien o mal, para hacer el
bien, el mal o algo intermedio entre ambos. Pero generalmente no nos
detenemos a pensar si un determinado invento pudo haber sido diseñado y
construido de forma que produjera un conjunto de consecuencias lógica y
temporalmente previas a sus usos corrientes. Los puentes de Robert
Moses, por ejemplo, se utilizaron finalmente para que los coches fueran
de un lugar a otro; las máquinas de McCormick se utilizaron
efectivamente para realizar forjas de metal; ambas tecnologías, no
obstante, implicaban propósitos distintos de esos usos inmediatos. Si el
lenguaje político y moral con el que valoramos las tecnologías sólo
incluye categorías relacionadas con las herramientas y sus usos; si no
presta atención al significado de los diseños y planes de nuestros
artefactos, entonces estaremos ciegos ante gran parte de lo que es
importante desde el punto de vista intelectual y práctico.

Dado que el asunto se comprende mucho más fácilmente a la luz de
intenciones particulares ocultas bajo una determinada forma física, he
puesto unos ejemplos que parecen casi conspiraciones. Pero para
reconocer las dimensiones políticas de las tecnologías no se necesita
atender sólo a casos de conspiración premeditada o malas intenciones. El
movimiento organizado de personas minusválidas en los EE. UU. señaló
durante la década de los setenta numerosos casos en los que las
máquinas, instrumentos y estructuras de uso común (como autobuses,
edificios, avenidas, fontanería…etc.) hicieron imposible a muchas
personas físicamente disminuidas moverse libremente, algo que les
excluía sistemáticamente de la vida pública. Hay que decir, no obstante,
que los diseños inadecuados para personas minusválidas son
frecuentemente más un resultado de negligencias generales que de las
intenciones activas de personas particulares. Pero ahora que el tema ha
sido presentado a la opinión pública, es evidente que requiere un
remedio que haga justicia. Un gran número de artefactos están ahora
siendo rediseñados y reconstruidos con el fin de atender a las
necesidades de esta minoría.

Intentaré extraer algunas conclusiones de todo lo anterior. Lo que
nosotros llamamos «tecnologías» son los modos de ordenar nuestro mundo.
Muchas invenciones y sistemas técnicos importantes en nuestra vida
cotidiana conllevan la posibilidad de ordenar la actividad humana de
diversas maneras. Conscientemente o no, deliberada o inadvertidamente,
las sociedades eligen estructuras para las tecnologías que influyen
sobre cómo van a trabajar las personas, cómo se comunican, cómo viajan,
cómo consumen… a lo largo de toda su vida. En los procesos mediante
los cuales se toman las decisiones sobre estas estructuras, las personas
terminan distribuyéndose en diferentes estratos de poder y en diferentes
niveles de conocimiento, por mucha libertad de elección que exista
cuando se introducen por primera vez instrumentos, técnicas o sistemas
particulares. Debido a que las elecciones respecto al equipamiento
material, la inversión de capital y los hábitos sociales tieden muy
pronto a estabilizarse, la primitiva flexibilidad respecto a los
propósitos prácticos desaparece una vez que se adoptan ciertos
compromisos iniciales. En este sentido, las innovaciones tecnológicas se
asemejan a los decretos legislativos o las fundamentaciones políticas
que establecen un marco para el orden público que se perpetuará a través
de las generaciones. Por esta razón, deberíamos conceder a la
construcción de autopistas, la creación de redes de televisión y la
introducción de características aparentemente insignificantes en las
nuevas máquinas, la misma cuidadosa atención que a las reglas, los
papeles y las relaciones en la política. Estos elementos que unen o
dividen a las personas dentro de una sociedad particular no se
construyen sólo por medio de las instituciones y prácticas políticas,
sino también, y de manera menos evidente, por medio de planes tangibles
de acero y hormigón, cables y transistores, tuercas y tornillos.

Tecnologías inherentemente políticas

Ninguno de los argumentos y ejemplos considerados hasta el momento
implica una afirmación más fuerte y problemática, formulada a menudo en
artículos sobre tecnología y sociedad: la creencia en que algunas
tecnologías están por su propia naturaleza cargadas políticamente de un
modo muy específico. De acuerdo con esta perspectiva, la adopción de un
determinado sistema tecnológico implica de forma inevitable una serie de
condiciones referentes a las relaciones humanas con un tono político
característico, por ejemplo, centralizado o descentralizado, de igualdad
o desigualdad, represivo o liberalizador. Esto es lo que se afirma, en
última instancia, en afirmaciones como las de Lewis Mumford sobre la
existencia de dos tradiciones tecnológicas contrapuestas en la historia
occidental, una autoritaria y otra democrática (Mumford, 1964). En todos
los casos que he citado, las tecnologías son relativamente flexibles en
su diseño y planificación, y variables en cuanto a sus efectos. Aunque
uno puede reconocer los resultados producidos en un medio particular,
también puede fácilmente imaginarse cúales serían los muy diferentes
resultados y consecuencias políticas de la construcción y empleo de un
artefacto o sistema tan sólo parecido en parte. La idea que ahora
debemos someter a examen y evaluar es la de que ciertos tipos de
tecnología no permiten tanta flexibilidad y que elegirlos es elegir una
determinada forma de vida política.

Diversos argumentos en favor de que las tecnologías son inherentemente
políticas ya han aparecido en muchos contextos diferentes, demasiados
para ser resumidos en este artículo. No obstante, existen dos formas
básicas de abordar el tema en la mayoría de dichos enfoques. Una versión
defiende que la adopción de un determinado sistema técnico requiere de
hecho la creación y mantenimiento de un conjunto particular de
condiciones sociales como ambiente de funcionamiento de dicho sistema.
Esta posición es la que sostiene un autor contemporáneo que mantiene
que: «si aceptamos la construcción de centrales nucleares, también
aceptamos la existencia de una élite de técnicos, científicos,
industriales y militares. Sin este tipo de gente, no podríamos tener
energía nuclear» (Mander, 1978). Según esta concepción, algunos tipos de
tecnología requieren que sus medios sociales se estructuren de un modo
determinado, al igual que un coche necesita ruedas para moverse. El
artefacto no puede llegar a existir como tal artefacto operativo a no
ser que se cumplan las condiciones sociales y materiales adecuadas para
el mismo. El término «requerir» está empleado aquí en un sentido de
necesidad práctica más que lógica. Así, Platón consideraba una necesidad
práctica el que un barco en alta mar tuviera un capitán y una
tripulación incondicionalmente obediente.

Una segunda versión del argumento, en cierto sentido más débil, sostiene
que cierto tipo de tecnología es fuertemente compatible con, pero no
requiere en sentido estricto, relaciones soiales y políticas de cierto
estilo. Muchas apologías de las energía solar sostienen ahora que esta
clase de tecnologías son más compatibles con una sociedad igualitaria y
democrática que los sistemas basados en la energía del carbón, del
petróleo o en la energía nuclear; pero, al mismo tiempo, no defienden
que todo lo relacionado con la energía solar requiera obligatoriamente
formas de organización democráticas. Su argumentación es, en resumidas
cuentas, que la energía solar es una forma de energía descentralizada
tanto en su sentido técnico como político: técnicamente hablando, es
mucho más razonable construir pequeños sistemas solares y distribuirlos
ampliamente, que diseñar grandes centrales productoras de energía:
políticamente hablando, la energía solar se acomoda muy bien a las
necesidades de individuos y comunidades locales que pretenden encargarse
de sus propios asuntos, porque les permiten tratar con sistemas que les
son más accesibles, comprensibles y controlables que las fuentes de
energía habituales. Desde esta perspectiva, la energía solar es deseable
no sólo por sus beneficios económicos y ambientales, sino también porque
permite la existencia de instituciones saludables en otras áreas de la
vida pública…(5)

Estos argumentos, por lo tanto, pueden seguir múltiples direcciones.
¿Son las condiciones sociales de las que hemos hablado requeridas o
compatibles con la operatividad de ciertos sistemas técnicos? ¿se hallan
dadas todas estas condiciones interna o externamente (o de ambas
maneras) al sistema técnico particular? Aunque los textos que acentúan
tales preguntas a menudo son poco claros acerca de lo que se está
afirmando, en general los argumentos de esta categoría tiene una
presencia considerable en los discursos políticos actuales. Éstos tratan
de explicar de muchas y diferentes formas cómo se producen los cambios
en la vida social ocasionados por la innovación tecnológica. Lo que es
más importante, frecuentemente pretenden apoyar intentos de
justificación o criticar propuestas de acción en relación a las nuevas
tecnologías. Los argumentos de este tipo, mediante el ofrecimiento de
razones políticas a favor o en contra de la adopción de ciertas
tecnologías, se mantienen apartados de las formas de razonamiento más
comúnmente utilizadas y más sencillas sobre las razones de costes
económicos, beneficios, impactos en el medio y posibles riegos de salud
y seguridad pública que pueden entrañar los sistemas técnicos. El tema
que aquí interesa no es el de cuántos puestos de trabajo se crearán, qué
tipo de ganacias habrá, cuánta polución resultará o cuantos cánceres se
producirán. Más bien, el asunto tiene que ver con cómo pueden las
elecciones sobre tecnologías tener consecuencias importantes para la
forma y calidad de las asociaciones humanas.

Si examinamos los patrones sociales incluidos en los ambientes de los
sistemas técnicos, podemos darnos cuenta de que algunas invenciones y
sistemas se hallan ligados casi de forma invariable a modos específicos
de organización de autoridad y poder. La pregunta clave es: ¿se deriva
este estado de cosas de una respuesta social inevitable a las
propiedades de las cosas en sí mismas, o es, sin embargo, un patrón
impuesto de manera independiente por un cuerpo de gobernantes, una clase
dominante, o por cualquier otra institución social o cultural con el
propósito de realizar sus propios intereses?

Tomando el ejemplo más obvio, la bomba atómica es sin lugar a dudas un
artefacto inherentemente político. Mientras exista, sus propiedades
letales exigen que esté controlada de forma centralizada dentro de una
cadena de mandos jerárquica y cerrada a todo tipo de influencias que
puedan convertir su labor en algo imprevisible. El sistema social
interno a la bomba tiene que ser obligatoriamente autoritario: no hay
otra forma posible. Este estado de cosas es una necesidad práctica
independiente del sistema político en el que se encarne la bomba,
independiente del tipo de régimen o del carácter de sus gobernantes. De
hecho, los estados democráticos deben encontrar formas de asegurar que
las estructuras sociales y la mentalidad características de la gestión
de las armas nucleares no se «mezclen» ni se «extiendan» en el estado
como un todo.

La bomba es, por supuesto, un caso especial. Las razones de por qué son
necesarias en su medio inmediato relaciones autoritarias tendrían que
estar claras para todo el mundo. Si, no obstante, queremos buscar otras
instancias particulares en las que determinadas variedades de tecnología
necesitan claramente el mantenimiento de unos patrones especiales de
poder y autoridad, la historia de la técnica moderna contiene un buen
número de ejemplos.

El monumental estudio de Alfred D. Chandler sobre la empresa comercial
moderna, The Visible Hand, presenta una profuda documentación para
defender la hipótesis de que la construcción y operatividad cotidiana de
muchos sistemas de producción, transporte y comunicación de los siglos
XIX y XX necesitaron el desarrollo de determinadas formas sociales: una
organización centralizada y jerarquizada a gran escala, administrada por
gestores altamente especializados. El análisis de desarrollo de los
ferrocarriles es típico de Chandler:

«La tecnología hizo posible un transporte más rápido y eficiente; pero
el transporte de pasajeros y productos, así como la continua reparación
y mantenimiento de las locomotoras, vagones, trenes, estaciones,
almacenes y otros equipos, requerían la creación de una organización
administrativa de tamaño considerable. Esto implicó la contratación de
un conjunto de gestores que supervisasen el funcionamiento de todas las
actividades en una extensa área geográfica; así como la formación de un
mando administrativo de ejecutivos altos y medios que guiasen, evaluasen
y coordinasen el trabajo de los gestores responsables de la operatividad
cotidiana».

A lo largo de todo su libro Chandler señala dos maneras en las que las
tecnologías utilizadas en la producción y distribución de la
electricidad, derivados químicos y una gran variedad de productos
industriales «demandan» o «requieren» esta forma de asociación humana.
«Por tanto, las necesidades operativas de los ferrocarriles exigieron la
creación de las primeras jerarquías administrativas de la empresa
americana» (Chandler, 1977: 244).

¿Hay otra forma concebible de organizar estos agregados de personas e
instrumentos? Chandler demostró que, en la mayor parte de las ocasiones,
la forma social previamente dominante, la pequeña empresa familiar
tradicional, era simplemente incapaz de afrontar dicha tarea. Aunque no
especula mucho más allá, está claro que Chandler opina que existe una
variedad muy pequeña de formas de autoridad y poder apropiadas para los
modernos sistemas sociotécnicos. Las propiedades de la mayor parte de
tecnologías actuales (por ejemplo, los oleoductos y las refinerías) son
tales que es posible la existencia de economías colosales en escala y
velocidad. Si se espera que tales sistemas funcionen eficazmente,
efectivamente, rápidamente y de forma segura, es necesario cumplir
algunos requisitos de organización social interna; las posibilidades
materiales de las tecnologías modernas disponibles no podrán de lo
contrario ser explotadas adecuadamente. Chandler reconoce que a medida
que uno compara las instituciones sociotécnicas de distintas naciones,
uno ve «distintos modos en los que las actitudes culturales, los
valores, las ideologías y los sistemas políticos afectan a estos
imperativos» (Chandler, 1977: 500). Pero el peso del argumento y de la
evidencia empírica de The Visible Hand sugieren que es muy improbable
que se produzca cualquier tipo de desviación significativa respecto al
patrón básico.

Es posible, no obstante, que otras disposiciones del poder y la
autoridad, como por ejemplo, la descentralización y autogestión
democrática de los trabajadores, demuestren ser tan capaces de organizar
fábricas, refinerías, comunicaciones, sistemas y ferrocarriles como las
organizaciones que Chandler describe. La evidencia de este último punto
nos la proporcionan los equipos de montaje de la industria del automóvil
en Suecia o las fábricas gestionadas por los propios trabajadores en
Yugoslavia. Mi propósito aquí no es el de iniciar una controversia en
torno a los resultados de estos ejemplos, sino señalar lo que yo
considero que es su fundamento. La evidencia disponible tiende a
confirmar que los sistemas tecnológicos más sofisticados son de hecho
altamente compatibles con un control de la gestión jerárquico y
centralizado. La cuestión más interesante, no obstante, tiene que ver
con si este patrón centralizado es o no en realidad un requisito de
tales sistemas, una pregunta que no es únicamente empírica. El asunto
depende en última instancia de nuestro juicio acerca de qué pasos, si es
que hay alguno, es prácticamente necesario dar en las operaciones con
ciertas tecnologías particulares, y qué requieren tales pasos, si es que
requieren algo, de la estructura de las comunidades humanas. ¿Estaba
Platón en lo cierto al decir que un barco en alta mar necesita estar
gobernado por una mano firme y que esto sólo puede conseguirse mediante
la presencia de un único capitán y una tripulación obediente? ¿está
Chandler en lo cierto al afirmar que las propiedades de los sistemas a
gran escala necesitan un control jerárquico y centralizado?

Para responder a estas preguntas, tendríamos que examinar con cierto
detenimiento la exigencias morales de la necesidad práctica (incluidas
aquéllas sostenidas por las doctrinas económicas) y sopesarlas en
relación a las exigencias morales de otros tipos, por ejemplo, la noción
de que es bueno para los marineros participar en el gobierno del barco o
para los trabajadores tener derecho a involucrarse en la toma de
decisiones administrativas de su empresa. No obstante, una
característica de las sociedades basadas en sistemas tecnológicos
altamente sofisticados es que las razones morales distintas de las
prácticas tiendan a parecer obsoletas, «idealistas» e irrelevantes. Toda
exigencia que uno pueda desear plantear en nombre de la libertad, la
justicia y la igualdad puede ser neutralizada inmediatamente cuando se
confronta con argumentos concernientes a la efectividad: «Bien, pero esa
no es manera de gobernar una línea de ferrocarril» (o una fundición, o
una línea aérea, o un sistema de comunicaciones cualquiera…, etc.). De
esta manera, nos encontramos aquí con una cualidad muy importante de
todo discurso político moderno y de la forma en que la gente piensa
normalmente acerca de qué medidas están justificadas como respuesta a
las ventajosas posibilidades que las tecnologías ponen a nuestra
disposición. En muchos casos, decir que algunas tecnologías son
inherentemente políticas es decir que determinadas razones de necesidad
práctica, aceptadas de manera general (especialmente la necesidad de
mantener sistemas tecnológicos cruciales como entidades que funcionen
sin sobresaltos) han tendido a eclipsar otros tipos de razonamientos y
justificaciones morales.

Un intento de salvar la autonomía de la política de las garras de la
necesidad práctica involucra la idea de que las condiciones de
asociación humana que se hallan en lo más interno de las operaciones de
los sistemas tecnológicos pueden mantenerse con facilidad alejadas de la
política considerada como un todo. Los norteamericanos han creído
durante mucho tiempo que los planes de poder y autoridad dentro de las
grandes corporaciones industriales, empresas de servicios públicos y
similares tiene poco que ver con las instituciones públicas y con las
prácticas e ideas de este estilo en general. El que «la democracia se
pare a las puertas de las fábricas» es admitido como ley de vida que
tiene poco que ver con la práctica del liberalismo político. ¿Pero puede
separarse tan fácilmente la política interna a las tecnologías de la
política de toda la comunidad? Un reciente estudio de sobre los grandes
hombres de negocios americanos, los ejemplos contemporáneos de la «mano
visible de la gestión» de la que hablaba Chandler, los ha definido como
personas impacientes respecto a escrúpulos democráticos tales como los
de «un hombre, un voto». Si la democracia no funciona para la empresa,
la institución clave de toda sociedad, estos ejecutivos americanos se
preguntan cómo puede esperarse que funciones para el gobierno de la
nación (particularmente cuando el gobierno intenta interferir con los
logros de las grandes empresas); los autores del informe observan que
los patrones de autoridad que funcionan de manera efectiva en la
compañía se convierten a ojos de los ejecutivos y hombres de negocios en
el «modelo deseable respecto al cual se han de comparar el resto de
relaciones políticas y económicas de la sociedad» (Silk y Vogel, 1976).
Aunque tales descubrimientos están lejos de ser concluyentes, no
obstante reflejan un creciente sentimiento general: lo que dilemas como
el de la crisis energética exigen no es una redestribución de los bienes
ni una mayor participación pública, sino una gestión pública más
centralizada y considerablemente más fuerte: la propuesta de la
administración Carter para un «Energy Mobilization Board» y otras
similares.

Un caso especial en el que los requisitos operativos de cierto sistema
tecnológico podrían influir en la calidad de la vida pública y que está
siendo actualmente sometido a intensos debates es el de los riesgos de
la energía nuclear. A medida que se agota el suministro de uranio para
los reactores nucleares, el plutonio tiende a presentarse como un
sustituto adecuado generado como subproducto en los reactores. Existen
objeciones bien conocidas al reciclaje del plutonio debido a sus costes
económicos, sus riesgos contaminantes y sus riesgos relativos a la
proliferación mundial de armas nucleares. No obstante, más allá de estos
problemas existe otro conjunto de peligros menos apreciados: aquéllos
que implican la restricción de libertades civiles. La extesión del uso
de plutonio como combustible en las centrales nucleares aumentaría la
probabilidad de que éste fuese robado por grupos terroristas, el crimen
organizado u otras personas. Esto daría lugar a la perspectiva, nada
trivial, de un incremento extraordinario de las medidas se seguridad en
torno al plutonio para evitar su robo. Los trabajadores de la industria
nuclear, así como los ciudadanos de a pie, podrían muy bien empezar a
ser objeto de registros, acusaciones de espionaje, vigilancia e incluso
medidas como la ley marcial, todo ello justificado como medidas de
seguridad respecto al plutonio.

El estudio de Russell W. Ayres sobre las ramificaciones legales del
reciclaje del plutonio concluye: «Con el paso del tiempo y el incremento
de la cantidad de plutonio existente surgirá una fuerte presión para la
eliminación de los controles tradicionales de los tribunales y el poder
legislativo sobre las actividades del ejecutivo y el desarrollo de una
autoridad central fuerte que garantize una estricta seguridad». Ayres
advierte que «una vez que cierta cantidad de plutonio haya sido robada,
la necesidad de poner todo el país patas arriba con el fin de
recuperarla será algo inevitable». De esta manera, el autor anticipa y
se preocupa por los tipos de pensamiento que caracterizan, como ya he
señalado, a las tecnologías inherentemente políticas. No obstante, es
cierto que, en un mundo en el que los seres crean y mantienen sistemas
artificiales, nada es absolutamente «necesario». Pero, una vez que un
determinado curso de acción esté en marcha, una vez que artefactos como
las centrales nucleares han sido construidos y activados, los modos de
justificar la adptación de la vida social a los requerimientos técnicos
crecerán tan espontáneamente como los hongos. En palabras del propio
Ayres, «una vez que el reciclado comience y los riesgos de un robo de
plutonio se hayan hecho realidad, los casos de infringimiento de los
derechos fundamentales por parte de los gobiernos serán un hecho»
(Ayres, 1975: 374, 413-414, 443). Después de cierto tiempo, aquellos que
no acepten las duras condiciones e imperativos serán considerados unos
soñadores o unos estúpidos.

Las dos modalidades de interpretación que he esbozado muestran cómo es
posible que los artefactos tengan cualidades políticas. En primer lugar,
nos centramos en cómo pueden las características específicas del diseño
y planificación de un artefacto o sistema convertirse en medios de
establecer determinados patrones de poder y autoridad en un cierto
entorno. Las tecnologías de este tipo poseen un cierto rango de
flexibilidad en las dimensiones de su forma material. Es precisamente
por esto por lo que sus consecuencias para la sociedad deben entenderse
en relación a los actores sociales capaces de influir sobre ellas
mediante los diseños y planes seleccionados. En segundo lugar,
examinamos de qué modos las propiedades rebeldes de ciertos tipos de
tecnología se encuentran fuertemente, y quizá inevitablemente, ligadas a
particulares patrones institucionalizados de poder y autoridad. Aquí, la
elección inicial sobre si se debe o no se debe adoptar algo es decisiva
para las consecuencias. No existen diseños físicos o planes alternativos
que den lugar a diferencias significativas; lo que es más, no existen
genuinas posibilidades de una intervención creativa por parte de
diferentes sistemas sociales (capitalistas o socialistas) que puedan
alterar la rebeldía de la entidad o cambiar significativamente las
cualidades de sus efectos políticos.

Saber qué variedad interpretativa se aplica en cada caso determinado es
lo que a menudo puede discutirse, algunas veces de manera apasionante,
en relación al significado de la tecnología y cómo vivimos. Yo he
defendido la postura de «ambas», puesto que me parece que ambos tipos de
interpretación pueden aplicarse según cuáles sean las circunstancias. De
hecho, puede suceder que en un complejo tecnológico determinado (un
sistema de comunicaciones o transporte, por ejemplo) algunos aspectos
sean flexibles respecto de sus posibilidades para la sociedad, mientras
que otros aspectos sean (para mejor o peor) completamente rígidos. Las
dos variedades de interpretación que he sugerido pueden superponerse una
a la otra y relacionarse en muchos aspectos.

Todos estos son, por supuesto, temas respecto a los cuales se puede
estar de acuerdo o no. De esta manera, los defensores de energías
alternativas creen haber descubierto al menos un conjunto de tecnologías
igualitarias, democráticas y comunitarias. Tal y como yo lo veo, las
consecuencias sociales de las energías alternativas dependerán
exclusivamente tanto de la configuración del hardware como de la de las
instituciones sociales creadas con el fin de distribuir la energía.
Puede ser que encontremos formas de descubrir las orejas del lobo debajo
de la piel de cordero. Al contrario, los defensores del desarrollo de la
energía nuclear parecen creer que están trabajando con una forma de
tecnología muy flexible cuyos efectos sociales adversos pueden ser
fácilmente evitados por medio del cambio en los parámetros del diseño de
reactores y en los sistemas de depósito de residuos nucleares. Por
razones más arriba señaladas, creo que tienen una fe ciega y peligrosa.
Sí, es posible que seamos capaces de gestionar algunos de los riesgos
que conlleva la energía nuclear respecto a la seguridad y la salud
públicas. Pero ¿cuáles serían las consecuencias para la libertad a
medida que la sociedad se adaptara a las cada vez más peligrosas e
ineludibles características de la energía nuclear?.

Mi opinión de que deberíamos prestar más atención a los objetos técnicos
en sí mismos no quiere decir que podamos pasar por alto los contextos en
los que están dados tales artefactos. Un barco en alta mar puede muy
bien necesitar un único capitán y una tripulación obediente. Pero un
barco averiado, en la dársena, sólo necesita personas que lo reparen.
Entender qué tecnologías y qué contextos son los realmente importantes
para nosotros es una empresa que implica tanto el estudio de los sitemas
técnicos específicos y de su historia como el estudio completo de los
conceptos y controversias de la teoría política. Hoy por hoy, la gente
desea a menudo hacer cambios drásticos en sus modos de vida acordes con
la innovación tecnológica y, al mismo tiempo, se resiste a cambios
similares justificados sobre bases políticas. Si no es por otra razón,
al menos por esa es necesario lograr una visión acerca de estas
cuestiones más clara que la que hemos tenido durante demasiado tiempo.

Referencias

Argue, R., B. Emanuel y S. Graham (1978), The Sun Builder’s: A People to
Solar, Wind and Wood Energy in Canada, Toronto: Renewable Energy in
Canada.

Ayres, R.W. (1975), «Policing Plutonium: The Civil Liberties Fallout»,
Harvard Civil Rights-Civil Liberties Law Review 10.

Caro, R.A. (1974), The Power Broker: Robert Moses and the Fall of New
York, Nueva York: Random House.

Chandler, A.D. Jr. (1977), The Visible Hand: The Crisis of Confidence in
American Business, Cambridge (Mass.): Harvard University Press.

Mander, J. (1978), Four Arguments for the Elimination of Television,
Nueva York: William Morrow.

Mumford, L. (1964), «Autoritarian and Democratic Technics», Technology
and Culture 5: 1-8.

Ozanne, R. (1967), A Century of Labour-Management Relations at McCormick
and International Harrester, Madison: University of Wisconsin Press.

Raul, E. (ed.) (1967), The Encyclopedia of Philosophy, 8 vol., Nueva
York: McMillan.

Silk, L. y Vogel, D. (1976), Ethics and Profits: The Crisis of
Confidence in American Business, Nueva York: Simon and Schuster.

Winner, L. (1977), Autonomous Technology: Technics-out-of-Control as a
Theme in Political Thought, Cambridge (Mass.): MIT Press.

Notas

(1) Versión castellana de Mario Francisco Villa.

(2) Me gustaría expresar mi agradecimiento a Merritt Roe Smith, David
Noble, Charles Weiner, Sherry Turkle, Loren Graham, Gail Stuart, Dick
Sclove y Stephen Graubard por sus comentarios y críticas. También deseo
darle las gracias a Doris Morrison, de la Biblioteca de Agricultura de
la Universidad de California, por su ayuda bibliográfica

(3) El significado de «tecnología» que empleo en este ensayo no se
adecúa a algunas definiciones más amplias de dicho concepto que se
pueden encontrar en la literatura contemporánea; por ejemplo, la noción
de «técnica» en los escritos de Jacques Ellul. Mi propósito en este
ensayo es mucho más limitado. Para una mayor dicusión de todas las
dificultades que pueden surgir a la hora de definir la «tecnología»,
véase Raul (1967).

(4) véase Robert A. Caro (1974), pp. 318, 481, 514, 546, 951-958

(5) Véase, por ejemplo, Argue, Emanuel y Graham (1978). «Pensamos que la
descentralización es un componente implícito de la energía recuperable;
esto implica la descentralización de los sistemas de energía y
comunidades de poder. La energía recuperable no necesita fuentes
productoras de energía colosales con medios de transmisión y transporte
poco estéticos y peligrosos. Nuestras ciudades y pueblos, que hasta
ahora han dependido de los suministros centralizados de energía, pueden
lograr así algo de autonomía por medio del control y la administración
de sus propios recursos energéticos» (p. 6)