[Analisis] Planeta Hormigon
Fuente: 15/15/15 – Antonio Aretxabala
Está claro que 2020 pasará a la historia, y no solo por una pandemia. Este año descubrimos que la masa de objetos artificiales ha superado por primera vez el peso total de la biomasa del propio planeta, un producto tecnológico que apenas cuenta con un siglo de vida, el hormigón armado (HA), es el principal responsable.
En los últimos tiempos, no sólo el progreso o el desarrollo industrial y tecnológico han abierto nuevos campos a las relaciones económicas abandonando muchas de las relaciones atávicas, tradicionales; también vinieron de la mano de otro concepto que nadie puso en entredicho: el crecimiento como señal de progreso en un contexto concreto: la ciudad capitalista de hormigón armado, de cuerpos humanos, objetos artificiales y asfalto.
Sin embargo, la era del crecimiento económico continuo da muestras inequívocas de que ha terminado de verdad y el mensaje científico, al señalar ese límite con toda su crudeza, viene a significar en última instancia que la ciudadanía subvencionará a fondo perdido las inversiones a las grandes empresas a través de sofisticados programas de rescate social y verdes. Eso sí, para ello es requisito fundamental pintarse del color de la clorofila. Grandes financieras invertirán mucho dinero también en la transición ecológica, pero con enormes y jugosos retornos garantizados por los gobiernos a costa de la propia ciudadanía. El empobrecimiento de las clases urbanas que se ha puesto en marcha es aplaudido desde buena parte de lo que se denomina progresismo, aunque no todo parece estar perdido, pues se trata de una nueva pobreza, es social y es de color verde.
Esta es la definición más moderna y actual del capitalismo verde que comenzamos a transitar: una organización económica que necesita de la destrucción de la vida, los ecosistemas y las comunidades, para que unos pocos desalmados puedan hacer negocio con su supuesta reparación contando con la complicidad de un amplio sector progresista que ya no disimula su enamoramiento por la economía más reaccionaria de corte neoliberal.
Los países que primero iniciaron el gran desarrollo tecnológico e industrial, como EE. UU., ya viven la dura batalla del mantenimiento de sus obsoletos objetos artificiales, pues éstos, a diferencia de la vida, no pueden regenerarse a sí mismos y una buena parte de sus infraestructuras deben ser mantenidas a precios energéticos y económicos inasumibles: las conducciones de agua fallan, cerca de 60.000 puentes han superado su vida útil, los condados ya no reparan sus carreteras… Las estructuras de hormigón no contaron con el aumento de la temperatura, la fusión del permafrost (25% de la tierra emergida), la humedad o los iones en movimiento, y ahora resulta que se deterioran más rápidamente de lo planeado. Todo ello nos obliga a incluir un modelo integral de diseño y mantenimiento para mitigar el calentamiento global y minimizar el impacto del cambio climático en las estructuras de esa roca artificial que moldea nuestra urbanosfera.
En el 2020, la vida y la tecnología se miraron de frente
En efecto, el año 2020 pasará a la historia, y probablemente no por la pandemia de COVID-19. En este año se pone sobre la mesa el hecho de que las masas de objetos artificiales superan ya el peso total de la biomasa proveniente de la dinámica interactiva entre la geología, el sol y la vida del propio planeta. La estimación es en ambos casos 1,1 teratones o teratoneladas (Tt, es decir: 1,1×1012 t). El análisis ha sido presentado en Nature en diciembre de 2020 por un grupo de investigadores del Instituto de Ciencia Weizmann (Israel). Para hacer los cálculos se dividieron los objetos hechos por el ser humano en seis categorías principales: hormigón armado (HA), sus agregados (incluidas arena y grava), ladrillos, asfalto, metales y “otros materiales” que incluyen plásticos, madera tratada para la construcción, papel y vidrio. Un producto que apenas tiene un siglo de recorrido, tal y como hemos visto en esta revista para una nueva civilización —el hormigón armado— es el mayor responsable de esta nueva relación de masas.
Los investigadores no consideraron en sus cálculos un nuevo elemento —el que aparece con la Revolución Industrial y nuestra ruptura de la relación circular con la vida— propiciado por la poderosa magia de los combustibles fósiles: el desecho (tanto sólido como líquido o gas que acaba en nuestra sangre, riñones, hígados y cerebros). Si se hubiese tenido en cuenta, es muy probable que el año en cuestión no fuese 2020, sino 2013 tal y como se vio en investigaciones previas. El aire que respiramos también aporta un peso nada despreciable al platillo de objetos artificiales de la balanza y ya es oficialmente responsable de la muerte de seres humanos, tal y como presentamos en Radio Euskadi con Eva Caballero e Isabel Urrutia bajo el título “Cuando respirar perjudica la salud y 2020: lo fabricado pesa más que los seres vivos“.
En el otro platillo de la balanza vemos, con unos cálculos simples, que la inmensa mayoría de la materia viva de nuestra casa común, Gaia, es verde: un 90% es vegetal, seguido de bacterias, hongos, arqueas y protistas. El resto de los animales, incluidos nosotros, los cultivos y el ganado criado para alimentación, suponemos apenas un 10%. Los desafíos de contabilizar existencias globales de biomasa y cosas son enormes, pero el punto de cruce está en algún momento entre la última década y las próximas dos con casi plena seguridad. Los investigadores del prestigioso instituto, tras cinco años de cálculos, aportan además un dato asombroso: cada semana implantamos objetos, edificios, carreteras, presas o fábricas, que superan el peso de todas las personas del planeta. Si pudiéramos continuar el ritmo —y, por suerte para nuestros hijos, no vamos a poder— para 2040 la relación materia viva/peso de los objetos artificiales sería de 1/3. Pero… ¿cómo que no vamos a poder seguir progresando?
El crecimiento tenía un límite
En los últimos tiempos, especialmente desde la crisis de 2008 y con más intensidad tras la crisis de la COVID-19, proliferan no pocas voces desde todos los sectores industriales, empresariales, económicos o sociales, advirtiendo de un hecho sorprendente, pero cada vez más contrastado: que el crecimiento económico hoy ya no sería sinónimo de desarrollo (la Agenda 2030 acarrea una buena dosis de esa perspectiva). No obstante, esta palabra desarrollo, tan ligada a la gran aceleración vivida en el siglo XX, se vinculó siempre, tal y como apuntamos, al progreso. Además, no sólo el progreso o el desarrollo industrial y tecnológico añadieron nuevos campos y posibilidades en cada sector en el que brotaron y desplegaron sus potenciales, sino que vinieron de la mano del otro concepto que, con los anteriores, nunca nadie se dignó a poner en entredicho: el crecimiento.
Por tanto, la trinidad desarrollo-progreso-crecimiento sería una e indisoluble para todo aquel que se guíe por parámetros acordes con la cosmovisión industrial que avanzó y se perfeccionó a lo largo de las revoluciones industriales y tecnológicas hasta prácticamente nuestros días. Probablemente no se pueda proyectar peor desconfianza sobre alguien que la de “estar en contra” o ser “enemigo del progreso”. Expresiones que, según los intereses de ciertos grupos influyentes, empresariales, económicos o políticos, ha venido utilizándose de manera reiterativa contra quienes puedan suponer una amenaza para ciertos intereses u objetivos cortoplacistas.
Sin embargo, escuchamos cada vez con mayor frecuencia algunas voces discordantes que nos sacan de nuestra consolidada zona de confort. Estas voces nos advierten ya de que, aunque intrínsecamente la idea de progreso disfrute de todas las bendiciones arrojadas desde cada sector y tendencia política, sí podría ser perjudicial, y precisamente para ese mismo progreso, ya que depositar en éste una fe ciega, muestra ciertos efectos indeseables que vamos a tratar de vislumbrar.
La idea conjunta de desarrollo-progreso-crecimiento ha venido acompañada también de las de globalización, emprendimiento, competitividad, igualdad de oportunidades, urbanismo, infraestructuras, expansión, complejidad… ¿Qué pasaría si alguno o varios de los factores definitorios de nuestra sagrada tríada, en un momento dado resultasen vulnerables e incluso fallasen? ¿Se podría calificar de “enemigos del progreso” a los simples mensajeros que dan testimonio de la debilidad pasajera o definitiva de nuestros supuestamente inquebrantables parámetros?
Límites partout
Nadie nos ha contado exactamente cuál sería la relación máxima de objetos/biodiversidad que nuestros organismos humanos, comunitarios, sociales, la propia biosfera, podrían llegar a tolerar sin que la vida se hiciera imposible. Tampoco el ritmo de implantación o introducción de estos objetos en el proceso digestivo de cada organismo individual o de la economía global. Actualmente cada tres segundos se vende una muñeca Barbie en el mundo, y casi al mismo ritmo otras tantas acaban como desechos o dentro de los organismos vivos. Cada semana, cada persona de este planeta ingiere de media unos 5 g de microplásticos, lo que equivale a unas tres muñecas Barbie al año. Desde 1900 toda la masa de organismos se fue reduciendo mientras aumentamos drásticamente la producción industrial; la vuelta a la tortilla que ha hecho que los objetos superen a los vehículos de la vida duró apenas un 1% del tiempo (120 años) desde la primera Revolución Agrícola (12.000 años).
Los objetos producidos por humanos eran sólo un 3% de la biomasa global al inicio del siglo XX. Tras la Segunda Guerra Mundial añadimos unas 30 gigatoneladas de objetos al año. Y esto obviamente fue posible por el auge de los recién incorporados combustibles fósiles en la producción industrial. Y ahora, en el año de la pandemia cada vez se habla más de límites, pero no porque desde la ciencia no los hubiésemos señalado. No son pocos los geólogos como M. King Hubbert, investigadores como Donella & Dennis Meadows o Colin Campbell y Jean H. Laherrère que desde las décadas de los 50, 70 ó 90 nos vienen apuntando a dichos términos o confines.
Y es que una de las cualidades de la ciencia, entre otras muchas, ha sido la de dotarse de la capacidad de señalar límites. Señalar los límites de una condición natural es algo muy distinto a crearlos. Sin embargo, vemos que en cuestiones como las que nos atañen, se sigue matando al mensajero en vez de prestar atención a su mensaje. ¿Por qué reaccionamos así? Veamos dónde estamos y cómo hemos llegado hasta esta chocante situación.
Todo organismo se manifiesta con unos límites, ya se trate de un organismo individual, colectivo, simbiótico, parásito, social o económico. Se podría definir el crecimiento económico como la evolución positiva de un organismo social con los estándares de vida del territorio que habita —habitualmente regiones o países— medidos en términos de la capacidad productiva de su economía y de su renta dentro de un periodo de tiempo determinado. El concepto de renta puede aglutinar una gran variedad de indicadores económicos y de bienestar. No pocos estándares han tomado el consumo de cemento para hormigón como un indicador altamente fiable. También la tasa de ahorro, de inversión de la ciudadanía o la balanza comercial son comúnmente considerados para definir y estudiar el crecimiento económico. El medidor más utilizado para evaluar la evolución económica de las comunidades humanas suele fijarse en las fluctuaciones del Producto Interior Bruto (PIB).
Si la evolución económica es la capacidad productiva o de realizar trabajo en un determinado escenario de espacio y tiempo, acabamos de definir que también es la consumación de unos objetivos que, siendo potenciales, pudieron llegar a materializarse, es decir, la energía repartida en el espacio y en el tiempo capaz de consumar las aspiraciones y expectativas de esa comunidad pudo garantizar su conclusión. Desde que se puso en marcha la maquinaria industrial y tecnológica hace casi dos siglos, se ha dado por sentado que la disponibilidad de dicha energía —como factor fundamental y precursor de toda actividad económica— nunca iba a faltar. Aunque a lo largo de todos estos años la energía ha sido comúnmente tratada como una mercancía o un producto más, sometido a leyes de oferta y demanda en un entorno mercantil, ha llegado un momento en que nos hemos dado cuenta de que era algo realmente especial: era la base que garantizaba toda actividad económica.
Como el pez, que no es consciente del agua porque no la experimenta y sólo despierta a su existencia al morir fuera de ella, cuando nos ha faltado el suministro garantizado, continuo, creciente y a demanda de la energía necesaria para realizar nuestros sueños más desarrollistas, nos hemos dado cuenta de su verdadero papel en el impulso de nuestra última organización social, de nuestra civilización tecnológica industrial capaz de crear más desechos y materia muerta que viva. La energía barata, abundante, versátil, estaba detrás del desarrollo, del progreso, del crecimiento de las últimas décadas y detrás de la transformación de todos esos objetos artificiales. La imaginación, la inteligencia o el talento científico y tecnológico simplemente idearon y propiciaron las vías e itinerarios que diseñamos para su despliegue y nuestra supuesta comodidad. Y la imaginación, como el talento, no tiene límites. Pero la energía sí; o al menos su disponibilidad, dado que ni se crea ni se destruye, simplemente se transforma, aunque dicha transformación se realiza en una sola dirección: de disponible a no disponible.
Desde que inauguramos el nuevo siglo, nos vemos obligados a gastar mucha más energía en procurarnos energía, a veces más de la que podemos derivar para otra capacidad productiva que no sea la de extraer, refinar y transportar la propia energía que realiza el resto de los trabajos definitorios de crecimiento-progreso-desarrollo, que es en realidad la propia definición de energía; es decir, ¿estamos afirmando que a la actividad económica no energética —que es la que nos interesa— cada vez le llega menos alimento?, o lo que es lo mismo, ¿estamos afirmando que hay un límite para las ya históricamente dominantes extracciones convencionales de energía? A nadie se le escapa que para hacer que esos recursos energéticos puedan ser consumidos y reviertan en el desarrollo de las sociedades hay que gastar cada vez más energía. Hablamos de quemar más y más, y por lo tanto producir más y más desechos para obtener una energía neta menguante (figura 1).
De ahí saltaron las alarmas ante los impactos indeseados sobre el medio que garantiza nuestra existencia: Agenda 2030, los 17 Objetivos para el Desarrollo Sostenible o el Dictamen SC/048 de la UE sobre nuevas economías circulares y sostenibles.
Quizás el efecto secundario más popular sea el Cambio Climático, pero también la pérdida de biodiversidad, la desaparición de las especies barrera ante las pandemias, la escasez de agua, la expansión del microplástico con sus disruptores hormonales y cancerígenos o la acelerada pérdida de fertilidad de los suelos, también la de los machos de varias especies incluidos los varones humanos. Todo ello era la parte del progreso que nos negamos a mirar de frente. Pero de todos esos efectos que nos negamos a afrontar había uno en especial que muy recientemente comenzó a preocuparnos sobremanera: la dificultad cada vez mayor e incluso la imposibilidad de seguir haciendo crecer la economía.
Y ¿si la era del crecimiento económico infinito ha terminado de verdad?
No entraremos a analizar los efectos secundarios como el Cambio Climático desde el punto de vista de la agricultura o los eventos extremos, la pérdida de biodiversidad, la polución o cambios de acidez de los océanos, escasez de agua potable, deforestación, etc. Vamos a centrarnos en un recorrido histórico de síntomas que, aunque sea por reducción, nos ayuden a rescatar ideas sobre un diagnóstico plausible que nos permita dirigirnos a buen puerto, o al menos evitar encallar, ya que el producto estrella transformado por nosotros mismos, el HA que esculpe nuestro pesado nuevo hábitat artificial, también tenía una fecha de caducidad que vamos a tener que adelantar a causa de la sobrevenida dificultad energética, de mantenimiento, el aumento de CO2 y el calentamiento global. Especialmente desde 2006 todo está en decadencia (aunque todo empezó mucho antes).
Desde 2008, tras el colapso del sistema financiero, se acelera el problema a pesar de maquillar nuestro indicador favorito (el PIB) con deuda, armas, prostitución o droga. Rescatar bancos e infraestructuras ruinosas se hace con toda normalidad y se presenta como irremediable y algo bueno para todos. Desde 2010 nos agarramos a clavos ardiendo y comenzamos a experimentar con la utilización de recursos no convencionales creando burbujas que siempre explotan: agrocombustibles, arenas asfálticas, fracking, renovables… Desde 2015 ya no podemos extraer cada vez más y si lo hacemos es porque gastamos más energía en proporcionarnos menos energía. A partir de 2017 el declive parece imparable, en 2018 se alcanzó un máximo total y en 2020 con ayuda de un virus la contracción se acerca al 10%.
En los próximos años, es presumible que la demanda energética supere a la oferta, como nos advierte la Agencia Internacional de la Energía (AIE), órgano de la OCDE de la que España es miembro. Llegado ese momento es muy probable que el acceso a la energía se haga complicado acompañado por precios demasiado volátiles para garantizar cierta estabilidad económica. Es muy probable también que éstos acaben sufriendo una ligera pero nefasta subida que, a zonas como Europa, les supondrá una frenada económica de tal calibre que habrá que replantearse muchos grandes proyectos y la viabilidad de los ya ejecutados, además de los cambios de las relaciones entre las áreas centrales y periféricas, la descentralización que ya vivimos y los consiguientes conflictos sociales.
La OCDE prevé una seria imposibilidad de suministro acorde a la demanda de petróleo, uranio, gas, carbón y las energías llamadas renovables, en pocos años. El inevitable declive de la producción industrial —como el que ya vivimos— es clave para prever escenarios realistas.
Aunque la geología, que es quien manda, no está siendo considerada para las previsiones económicas de algunos gobiernos, son los mercados financieros los que están guiando a los inversores, proponiendo sobre todo la creación de más papel, más burbujas como las renovables y sobre todo más deuda. Sin embargo, el barril del petróleo que sale de la tierra, que es la verdadera moneda que entiende la economía física real, continuará muy alto para las economías de todos los países, incluidos los extractores (nada de productores) y al mismo tiempo demasiado bajo para la industria del sector energético; y el problema que acarrea esta realidad es que el resto de las opciones energéticas también se encuentran en la misma situación.
No existe ninguna opción energética, o —lo que es lo mismo— de reactivación de la economía tal cual la conocemos, que no pase en mayor o menor medida por el inevitable filtro del petróleo. Todo aerogenerador y el campo donde se implanta con otros cientos, se adecúa y construye con energía fósil y sus derivados. No existe ninguna instalación eólica montada con energía eólica, y lo mismo es válido para la solar, la hidroeléctrica o la nuclear.
La construcción de las grandes centrales —limpias o sucias— son siempre petróleo-dependientes; pero es que la garantía de su estabilidad también. Las grandes obras hidráulicas, centrales energéticas, obras lineales, urbanizaciones… se pueden mantener gracias al gasto de ingentes cantidades de energía accesible y barata. Hoy, cada vez en más número, manifiestan diferentes grados de inestabilidad e insostenibilidad; en algunas comunidades podemos a duras penas mantenerlas y si lo hacemos, es ya desviando demasiados recursos desde sectores vitales para la sociedad.
De forma apremiante estamos tomando decisiones igualmente vitales ante el ineludible impacto derivado del forzoso abandono de muchas de estas infraestructuras, tal como ya está sucediendo con aeropuertos abandonados, autopistas, embalses, almacenes gasísticos, centrales energéticas fósiles o nucleares; la clave para que algunas no se conviertan en verdaderas bombas de relojería está en cómo vamos a priorizar la transición desde la era fósil y del hormigón a la de la energía renovable y la construcción sostenible, en si lo hacemos permitiendo que las grandes empresas que esculpieron nuestro pesado hábitat artificial —recién pintadas de verde— puedan seguir creciendo a costa de la vida y del medio que nos la garantiza o, por contra, asumimos en primer lugar nuestra capacidad para afrontar un futuro de obligado decrecimiento de manera cooperativa y descentralizada.
Los excesos urbanísticos de las últimas décadas, apuntalados por la abundancia de energía fósil, barata y versátil, han dejado millones de toneladas de obras inservibles cuyo mantenimiento muchas comunidades ya no podemos afrontar. Muchas ni siquiera llegaron a entrar en funcionamiento y tampoco se espera que nunca lo hagan.
Desafortunadamente, vemos que el abandono a su suerte está siendo una manera de tránsito real hacia la consecución de una supuesta mejora del nivel de vida de las comunidades, pero es que al mismo tiempo se trata de una transición sin crecimiento económico en el que los desechos y los objetos fabricados son abandonados cada vez a mayor ritmo, pues esa dinámica económica basada en el hormigón (y por tanto en los combustibles fósiles) aún no se ha abandonado porque no se comprende el momento histórico. Simplemente se ha disfrazado de social-verde creyendo que las energías limpias van a sustituir lo de siempre. Se trataría de un decrecimiento innegociable como alternativa a economías por el momento estacionarias con pequeñas subidas (celebradas con mucha fanfarria), tal y como marcan, por ejemplo, la directiva SC/048 de la UE y otras afines.
Sin embargo, el hormigón armado, que es la pieza fundamental de lo que se ha llamado crecimiento económico y el principal icono de nuestro capitalismo fosilista, es esencialmente arena y grava pobremente unidas con cemento a muy altas temperaturas. También es ya el material de construcción más utilizado en el planeta, prácticamente un 70% de los habitantes de este mundo vivimos bajo hormigón.
Hormigón y Cambio Climático
Cada año transformamos en peso más del doble de hormigón que de acero, aluminio, plástico y madera tratada juntos. Lo de hacer nuestras ciudades de HA fue una forma casi mágica de crear: era barata, rápida y relativamente fácil. En un suspiro geológico hemos implantado carreteras, puentes, presas, centrales energéticas, viviendas para la mayoría de las personas y animales domésticos… Cuando comenzamos a transitar por el siglo XX todas esas cosas apenas suponía entre el 2% y el 3% comparadas con el peso de la Biosfera.
El HA es quizás uno de los mejores indicadores que se han expandido por todo el planeta para poder determinar algún límite para un Antropoceno que ya pesa más por su materia artificial (gracias a él) que por la materia viva de todo el planeta. Desde que comenzó la primera Revolución Agrícola hace cerca de 12.000 años, los seres humanos hemos reducido la biomasa global casi a la mitad, de unas 2 Tt a alrededor de las 1,1 Tt de hoy. Una cantidad cada vez mayor de territorio se está utilizando para cultivar, pero la masa total se ve reducida por la deforestación y otros cambios en el uso que han reducido drásticamente lo verde (el 90% de la materia viva). Tras ellos, los mayores impactos provienen de la caza, la sobrepesca y las macrogranjas; todas ellas fueron actividades que con el tiempo también se convirtieron en prolongaciones del trabajo fósil.
Y como toda tecnología funciona porque tras ella hay una energía que la sustenta, el mismo hormigón es una tecnología absolutamente fósil-dependiente que imita de manera bastante pobre los procesos geológicos de erosión, transporte y sedimentación, gracias a la simultaneidad histórica del desarrollo de ambas tecnologías: el hormigón armado y el uso de hornos de gas, carbón y transporte mecanizado de combustión interna. Con su mantenimiento pasa exactamente lo mismo: vivimos en un mundo cada vez más necesitado de reparación y conservación de infraestructuras envejecidas, pero con las fuentes de energía barata, abundante y versátil en decadencia, así que el problema de derivar cada vez más recursos para seguir en el mismo lugar se amplifica. Sufrimos el síndrome de la Reina Roja de Alicia através del espejo: cada vez tenemos que correr más deprisa para seguir en el mismo lugar.
La durabilidad del hormigón está determinada en gran medida por su deterioro con el tiempo, que se ve afectado por los cambios del medio ambiente. El Cambio Climático puede alterar este entorno, provocando una aceleración de los procesos de deterioro que afectarán a la seguridad y la capacidad de servicio de la infraestructura de hormigón en cualquier parte del mundo. El año 2020 fue testigo de temperaturas récord en el permafrost y desde el norte más frío vimos las consecuencias mecánicas del aumento de las temperaturas como noticia habitual.
Considerar nuestros pies como nuestros cimientos físicos personales, o nuestra cultura como los cimientos sociales, igual que las zapatas o los pilotes lo son de nuestras casas y ciudades estratificadas en pisos y plantas ha venido siendo una metáfora habitual. Nuestra organización social también estratificada, con sus diferentes plantas, agricultura, industria, sectores sanitarios, de cuidados, cultura, educación, arte, tecnología, informática… tiene sus cimientos que también se sustentan sobre la Tierra. Es la minería la base sobre la que hemos podido construir nuestra compleja sociedad tecnológica e industrial.
Sabemos que sobrecargar los edificios con más plantas sin reforzar la parte más importante —aunque no la veamos porque está enterrada y casi ni la ignoremos—, los cimientos, puede poner en peligro la estructura al completo. Sabemos también que perturbar la propia tierra o roca que interactúa con esa base, puede provocar el colapso inminente de toda la estructura.
Esta metáfora geotécnica nos sirve para señalar que la base que sustenta nuestro modo de vida se ha visto tocada por una crisis que viene de muy lejos, pero que ha golpeado con una nueva ola llamada COVID-19. Sabemos lo difícil que es arreglar el cimiento por cuestiones de accesibilidad y economía, en comparación, al tejado, una ventana o el circuito de electricidad.
El país más grande del mundo, Rusia, vivió en pleno confinamiento dos estados de emergencia. En mayo de 2020 se solapó con la pandemia la mayor concentración de CO2 conocida por el Homo sapiens hasta la fecha, con 418 ppm (hace unos dos millones de años que los registros geológicos no muestran estas cifras; Homo sapiens no existía entonces) a pesar del parón económico. El mes más caluroso de la serie medida desde 1850 con 1,3 ºC por encima de la media preindustrial fundió el permafrost (que supone una cuarta parte de la tierra emergida del planeta) en Rusia. El hielo que se creía permanente en el subsuelo se descongeló y continúa aún su imparable licuación. Y no sólo lo hace liberando millones de toneladas de metano, retroalimentando el calentamiento global: Nordisk, uno de los mayores complejos mineros del mundo, vio hundirse sus depósitos de alimentación derramando al Ártico más de 20.000 toneladas de combustible.
Entonces Vladimir Putin se vio obligado a declarar el doble estado de emergencia. Sus infraestructuras y ciudades se hunden, literalmente; centrales nucleares, térmicas, minas, carreteras, puentes y varias ciudades de más de un millón de habitantes (en total unos ocho millones de personas) habían confiado en apoyar las cargas geotécnicas sobre la parte siempre congelada del suelo, pero ésta se funde sin solución y ahora es arena, limo y arcilla con agua. Dentro del Círculo Polar Ártico se alcanzaron en junio de 2020 temperaturas de 38 ºC en el aire y 45 ºC en el suelo; no se conocen registros semejantes en épocas anteriores. La segunda emergencia además de la pandemia, supone la revisión y refuerzo urgente de las infraestructuras del país más grande del planeta tras los vertidos de gasoil en Siberia y los imparables incendios que asolan la tundra desde hace años. Según estudios recientes la broma del permafrost puede costarnos más de 62 billones de euros.
Dado que el principal impulsor del mayor deterioro del hormigón también sucede en una dimensión química desde su interior, es la concentración de CO2 con la humedad y la temperatura el mayor catalizador en la aceleración de su prematura ancianidad. Se esperan aumentos en el riesgo de daños observados en obras e infraestructuras de hormigón a nivel internacional debido al aumento en la concentración de CO2 que actualmente aún estamos evaluando.
El impacto del Cambio Climático en el deterioro ya no puede ser ignorado, pero puede abordarse mediante nuevos enfoques en el diseño. Las estructuras de hormigón existentes, en cuyos proyectos no se hayan considerado los efectos del Cambio Climático, pueden deteriorarse más rápidamente de lo planeado originalmente. Autores como Xiaoming Wang, Mark G. Stewart y Minh o Nguyen han evaluado el problema en la Australia costera e interior, concluyendo que los riesgos de daño por corrosión inducida por cloruro aumentan en torno al 10% en ambos casos. Los resultados de sus estudios muestran que los daños fueron más sensibles con aumentos en el CO2 atmosférico. Dado que el mayor deterioro del hormigón armado se produce por la concentración de CO2 y la temperatura, apuntan los autores a que el aumento de los riesgos de daño a la infraestructura australiana también se observará para muchas infraestructuras de hormigón a nivel mundial.
A estas mismas conclusiones llegan también por su parte autores como Emilio Bastidas-Arteaga, Alaa Chateauneuf, Mauricio Sánchez-Silva, Philippe Bressolette, Franck Schoefs y otros más que analizan el problema desde un enfoque estocástico. Su objetivo es estudiar la influencia del clima y el calentamiento global en la entrada de cloruro en el HA. La evaluación de la entrada de cloruro viene estudiando utilizando un modelo integral que tiene en cuenta principalmente los efectos de la convección, la unión de cloruros, la disminución de la difusividad del cloruro por el envejecimiento del hormigón, la temperatura y la humedad. Observan que las mayores probabilidades de iniciación de la corrosión corresponden a los ambientes marinos, en particular, para el ambiente tropical o el mediterráneo.
Estos resultados se explican por el hecho de que (1) las estructuras colocadas en ambientes marinos están expuestas a cloruros todo el tiempo y (2) temperaturas y humedades más altas aceleran la penetración de iones cloruro en la matriz del HA. La probabilidad de que se inicie la corrosión aumenta para las estructuras cercanas al mar. El comportamiento general indica que la reducción de la vida útil inducida por el calentamiento global es más significativa aún para las estructuras ubicadas en ambientes contaminados con cloruro lejos del mar. Los resultados también indican que el efecto del cambio climático es mayor para las estructuras ubicadas en entornos oceánicos conduciendo a reducciones de vida útil que oscilan entre el 2% y el 18%. Estos resultados enfatizan la importancia de incluir un modelo integral de ingreso de cloruros y justifican la implementación de contramedidas dirigidas a (1) reducir el calentamiento global de forma urgente y (2) minimizar el impacto del cambio climático en las estructuras de HA.
El desenlace será verde, pero de verdad
Desde que se aprobó el pasado mayo de 2020 el primer mecanismo de “Recuperación y Resiliencia” por la UE, podrían acabar en España cerca de 140.000 millones de euros. Tras ello proliferaron las declaraciones políticas e institucionales (también empresariales, por supuesto), de la conversión al mundo ecológico, verde, digital e inclusivo, Green New Deal e incluso cosas como el crecimiento verde… Estamos viendo en los medios y redes sociales, que dichas declaraciones provienen, sobre todo, de una buena parte de quienes llevan décadas ridiculizando, obstaculizando e incluso desprestigiando y atacando cualquier iniciativa que suponga reconocer los valores que vienen siendo señalados desde las asociaciones ecologistas, fundaciones que velan por el cuidado del medio que garantiza nuestras vidas, o incluso desde la misma sociedad civil, pretendiendo incluir de nuevo el desarrollo basado en el hormigón armado (verde) en sus itinerarios social-verdes.
Realmente la transición ecológica basada en el Dictamen SC/048 o los 17 ODS —pero de verdad, no esos sucedáneos— son ya la única salida posible a la crisis sistémica en que nos han metido quienes ahora se pintan de verde, pero no nos olvidemos que como colectivo, nos hemos dejado traer hasta aquí; todo iba bien para nosotros a costa de otros territorios, de otros cuerpos, otras vidas, hasta que nos cargamos a la gallina de los huevos de oro y la balanza se desequilibró en favor del hormigón. Para acceder a estos jugosos fondos, que ya son los más ambiciosos jamás aprobados en una sola tanda por Bruselas, cada Estado miembro debe elaborar un “Plan Nacional de Recuperación” coherente con la transición ecológica y digital, haciendo especial mención a Planes Nacionales de Energía y Clima, entre los que se destaca la nueva Ley de Cambio Climático española. Pero estos planes deberían incluir un cambio en nuestras maneras de producción de enorme relevancia, tal y como ya se presentaba cuando en 2015 comenzaron a saltar todas las alarmas y nacieron los 17 ODS.
Aunque la UE por fin se ha dado cuenta del gravísimo problema que estamos intentando resolver y del tránsito en declive que comenzamos —no sin caer en importantes contradicciones— al menos teóricamente se ha elegido el único itinerario factible para salir lo menos perjudicados posible: la Transición Ecológica, algo muy distinto de la puesta en escena de un Green New Deal cosmético, que es lo que estamos viviendo ahora mismo. Sin ningún miramiento podemos afirmar que su papel supone retrasar una transición ordenada, atrasando también así, de manera trágica, la curva de descenso, incluso hasta propiciarle tal inclinación que la última etapa de esta época de cambio sea un colapso.
Y en estos tiempos de crisis profunda es también cuando los trepas dispuestos a satisfacer a las grandes empresas sobran, y por eso salen mucho más baratos que hace una década, pues las consejerías de las grandes empresas energéticas o de telecomunicaciones que fueron propiedad de todas, ya están abarrotadas de decrépitos dinosaurios aparcados por los partidos que garantizan la continuidad del Estado del saqueo a las arcas públicas, sean los grandes partidos nacionales o los autonómicos de corte nacionalista. Sus mayores méritos fueron favorecer los flujos de riqueza y capital a alta velocidad española, desde las arcas públicas a las grandes corporaciones transnacionales.