[Analisis] En proa al mal frances. Miguel Amorós
El retroceso teórico originado por la desaparición del movimiento obrero clásico ha permitido la hegemonía de una curiosa filosofía, la primera que no nace del amor a la verdad, objeto primordial del saber. El pensamiento débil (o filosofía de la posmodernidad) relativiza este concepto, que hace derivar de una mezcla de convenciones, prácticas y costumbres inestable en el tiempo, algo “construido”, y, por consiguiente, artificial, sin ningún fundamento. Y junto con él, toda idea racional de realidad, naturaleza, ética, lenguaje, cultura, memoria, etc. Es más, diversas autoridades del mundillo posmoderno no han dudado en calificar algunas de ellas de “fascistas.” En verdad, tal demolición sistemática de un pensamiento que nace con la Ilustración y clama por la constitución de la libertad, y que, más adelante, al producirse la lucha de clases moderna, dará lugar a la crítica social, tiene toda la apariencia de una desmistificación radical llevada a cabo por verdaderos pensadores incendiarios, cuya finalidad no sería otra que el caos liberador de la individualidad exacerbada, la proliferación de identidades y la derogación de cualquier norma de conducta común. Al día siguiente de tal bacanal deconstructiva, no quedaría ningún valor ni ningún concepto universal en pie: el ser, la razón, la justicia, igualdad, solidaridad, comunidad, humanidad, revolución, emancipación… serán tachados todos de “esencialistas”, o sea, de pecados nefandos “pro natura.” Sin embargo, el extremismo negador de los posfilósofos muestra a nivel espiritual sospechosas coincidencias con el capitalismo de ahora. Un radicalismo de tal magnitud contrasta no solamente con las vidas y opciones políticas de sus autores, harto académicas las unas, y convencionales las otras, sino que se acopla perfectamente a la fase actual de globalización capitalista, caracterizada por la colonización tecnológica, el presente perpetuo, la anomia y el espectáculo. Es un complemento para el que todo son facilidades. Nadie les molestará en sus cátedras. Gracias a la prioridad otorgada por la dominación al conocimiento instrumental, y en consecuencia, gracias a la escasa importancia que la mentalidad dominante concedía a las “humanidades”, en la universidad pudieron darse sin trabas “burbujas especulativas” trasgresoras totalmente ajenas a la realidad.
La loa posmoderna a la trasgresión normativa se corresponde en cierto modo con la desaparición de la sociabilidad en los aglomerados urbanos. De acuerdo con la nueva debilidad en materia filosófica, nada es original, todo está construido, y por consiguiente todo se asienta en un pedestal de barro. La economía política, las clases, la historia, el tejido social, la opinión… todo. Entonces, si no hay relación social que valga, ni liberación colectiva verdadera, ni dialéctica, ni criterio definitivo a tener en cuenta a ese respecto ¿qué sentido tienen las normas, los medios y los fines? Se parte de la nada para llegar a la nada. Tampoco debe extrañar que el encomio de la deshumanización típico de los deconstructores corra parejo con la apología de la técnica. El pensamiento débil, entre otras cosas, celebra la hibridación del hombre con la máquina. ¿Acaso no es superior una naturaleza mecánica, libre de constricciones, que una naturaleza humana, esclava de las leyes naturales? El nihilismo inherente a la lógica mecánica refleja y responde a la abolición de la historia, la supresión de la autenticidad y la liquidación de las clases; es pues un producto de la cultura tardocapitalista, si es que a eso todavía se le puede llamar cultura, y su función no sería otra que la adaptación ideológica al mundo de la mercancía tal como éste ha llegado a ser. La filosofía posmoderna es en relación con lo existente una filosofía de la legitimización.
Aquello que había nacido como reacción a la revuelta de Mayo del 68, fue recibido en las universidades americanas como paradigma de la profundidad crítica, y desde allá la “French Theory” irradió a todos los laboratorios pensantes de la sociedad capitalista, descendiendo a los guetos juveniles en forma de moda intelectual rompedora. Dado su carácter ambivalente y maleable, los silogismos líquidos de la posmodernidad han llenado el cajón de las herramientas y el utillaje de toda clase de ideólogos nuevaoleros, tanto de los ciudadanistas más camaleónicos, como de los anarquistas más al día en lo que respecta a las novedades. Incluso un nuevo tipo de anarquismo, nacido de la quiebra de los valores burgueses históricos, centrado en la afirmación subjetivista, el activismo sin objeto ni plan y la desmemoria, sustituye en la mayoría de espacios al antiguo, hijo de la razón, originado en la lucha de clases, forjador de una ética universal y cuya labor revolucionaria estaba fuertemente anclada en la historia. En la French Theory, o mejor, en el “morbus gallicus”, del que el posanarquismo es hijo bastardo, las referencias no cuentan; revelan nostalgia del pasado, algo muy condenable en un deconstructivista. La cuestión social se disuelve en una multitud de cuestiones identitarias: cuestiones de género, sexo, edad, religión, raza, cultura, nación, especie, salud, alimentación, etc., que ocupan el centro del debate y dan lugar a una peculiar corrección política que se traduce en una ortografía torturada y un discurso relleno de latiguillos y barullos gramaticales. Un muestrario de identidades fluctuantes sustituye al sujeto histórico, pueblo, colectivo social o clase, su afirmación absolutista obvia la crítica de la explotación y la alienación y, por consiguiente, un juego “interseccional” de minorías oprimidas desplaza la resistencia colectiva al poder establecido. La liberación vendrá de una trasgresión lúdica de las reglas que traban aquellas identidades y oprimen a dichas minorías, y no de una “alternativa” global o un proyecto revolucionario de cambio social, algo tenido sin duda por totalitario, puesto que una vez “constituido” originaría nuevas reglas, más poder y por lo tanto, más opresión. El comunismo libertario, desde ese punto de vista, no sería sino la plasmación de una dictadura. El análisis critico y el mismo anticapitalismo, gracias a la anulación de cualquier referencia histórica, ceden el sitio al cuestionamiento de la normatividad, a la contorsión del idioma y a la obsesión por la diferencia, la multiculturalidad y la singularidad. Que no se traiga a colación la coherencia porque la categoría de la contradicción ha sido relegada. Construir o deconstruir, esa es la cuestión.
Definitivamente, el proletariado no “realizó” la filosofía, tal como deseaba Marx, es decir, no llevó sus anhelos liberadores a la práctica y hoy pagamos las consecuencias. Cierto que, en el desarrollo de la lucha de clases, se manifestó un pensamiento crítico que situaba a la clase obrera en el centro de la realidad histórica, y que fue calificado de marxista, anarquista o simplemente socialista. Realmente, se trataba de captar la realidad con la mayor exactitud, para así elaborar las estrategias con las que derrotar al enemigo de clase. Se suponía que la victoria final estaba inscrita en la historia misma. A pesar de todo, los asaltos proletarios a la sociedad de clases no llegaron a buen puerto. Y a medida que el capitalismo superaba sus crisis, las contradicciones devoraban los postulados de dicho pensamiento y se requerían nuevas formulaciones. Las aportaciones fueron múltiples y no ha lugar a enumerarlas. Lo que caracterizaría a todas ellas sería la claridad añadida en la perspectiva del combate liberador, pero inmersa en un contexto de retroceso, luego distanciada progresivamente de la práctica. No obstante, su lectura reforzaba la convicción de que una sociedad libre era posible, que la lucha servía para algo y no había que doblegarse nunca, que la solidaridad entre resistentes nos hacía mejores y la formación nos volvía lúcidos… La lucha de las minorías, lejos de desmantelar la crítica social, contribuía a enriquecerla. Las cuestiones de identidad, lejos de ser secundarias, adquirían una importancia cada vez mayor conforme el capitalismo penetraba en la vida cotidiana y dinamitaba las estructuras tradicionales. Denunciaban aspectos de la explotación hasta entonces poco tenidos en cuenta. En un primer momento, universalidad e identidad convergían; no se concebía la solución a la segregación racial, la discriminación sexual, el patriarcado, etc., separadamente, sino en la perspectiva de una transformación revolucionaria global. Nadie podría imaginar deseable un racismo negro, una sociedad de amazonas, un capitalismo gay o un estado de excepción vegetariano. La revolución social era el único lugar donde todas las cuestiones podían realmente plantearse y resolverse. Fuera de ella, no quedaba otra que la especialización elitista, el sectarismo del gueto, el narcisismo activista y el estereotipo militante. Esa fue la vía abierta por los posmodernos.
El pensamiento débil explotaba igualmente el filón de la crisis ideológica, recuperando autores e ideas, pero con efectos y conclusiones opuestas. Una vez neutralizado el sujeto revolucionario en la práctica, había que suprimirlo en la teoría, con lo que las luchas permanecerían aisladas, marginales e incomprensibles, envueltas en una verborrea cretinizante y autorreferencial apta solamente para iniciados. Esa ha sido la tarea de la French Theory. Se iniciaba una escalada en la confusión sofisticada y críptica que consagraba como magos privilegiados a la casta intelectual y como pueblo elegido a las huestes seguidoras, principalmente universitarias. El “mal francés” ha sido la primera filosofía ligada a un modo de vida pasablemente remunerado y con razón: su revisión de la crítica social del poder y la impugnación de la idea revolucionaria han prestado magníficos servicios a la causa de la dominación. La noción de poder como una éter omnipresente que lo abarca todo, condena cualquier práctica colectiva en pos de un ideal por considerarse renovación o reconstrucción del mismo poder, una especie de pez que se muerde la cola. El poder no está al parecer encarnado en el Estado, el Capital o los Mercados como cuando el proletariado era la clase potencialmente revolucionaria. El poder ahora lo somos todos; es el todo. La revolución quedaría así redefinida como añagaza del poder para rehacerse en casos extremos a partir de nuevos valores y normas tan arbitrarios como los que ella misma relegaría. El descrédito de la revolución social resulta más útil para el poder real en tiempos de crisis, por cuanto una oposición subversiva organizada que trate de formarse (un sujeto social que intente constituirse) se verá denunciada inmediatamente como poder excluyente. En definitiva, un mal “relato”, igual que el de la lucha de clases. El rechazo de la noción de clase trasluce involuntariamente también un odio de clase, herencia de la dominación pasada activa en el imaginario posracional. En fin, se abandona toda veleidad comunista revolucionaria por la trasmigración de géneros, el poliamor, la transversalidad y el régimen vegano. Solucionada de este modo la problemática individual, el camino queda entonces despejado para una oposición colaboradora y participativa, dispuesta entrar en el juego y por supuesto a votar, a ocupar espacios de poder y a gestionar desde ellos el orden vigente con un discurso radicalmente identitario, y de rebote, un discurso radicalmente ciudadanista que hace furor no sólo en la neoizquierda, sino en la izquierda integrada de toda la vida.
El panorama crítico, presa del morbo galo, es pues desolador, como desoladora es la vida en el mundo occidental y urbano plagado de capitalismo. Es el fin de la razón, la clausura espiritual de un mundo periclitado donde la resistencia al poder era posible, la evaporación de la conciencia histórica de clase, la apoteosis de la relatividad, el triunfo absoluto del bluff, el reino acabado del espectáculo… Al fenómeno se le podrá llamar como se guste, pero es ante todo el efecto intelectual de la derrota histórica del proletariado durante los setenta y ochenta, y, en consecuencia, de la desaparición de un par de generaciones enteras de combatientes sociales y de la incapacidad de éstos de trasmitir sus experiencias y conocimientos a las nuevas generaciones, librándolos a la psicosis posmodernista y a su jerga ininteligible. Existe una línea de ruptura generacional clara que coincide más o menos con la aparición del “milieu” o gueto juvenil a finales de los ochenta y una relación de ésta con los procesos de gentrificación de los centros urbanos; por último, puede establecerse con total evidencia una relación entre la extensión del morbo posmoderno con el desarrollo de las nuevas clases medias. El descalabro del movimiento social revolucionario y la catástrofe teórica son dos aspectos de un mismo desastre, y, por consiguiente, del doble triunfo, práctico e ideológico, de la dominación capitalista y estatista. A pesar de todo, la debacle nunca es definitiva, porque los antagonismos proliferan mucho más que las identidades, y la voluntad de liberarse en común es más fuerte que el deseo narcisista de destacarse. La lucha de clases reaparece en la crítica al mundo de la tecnología y en la defensa del territorio, en los proyectos comunitarios de salida del capitalismo y en las batallas que las clases campesinas libran contra la agricultura industrial y la mercantilización de la vida. Probablemente, en los países turbocapitalistas estos conflictos no consigan zafarse de enfoques “interseccionales”, tratamientos “de género” y demás reduccionismos identitarios, perfectamente compatibles con una casuística reformista originada en la “economía social”, pero allá donde cristalice un auténtico frente de lucha de masas, tales nimiedades darán vueltas sobre sí mismas y se consumirán en el fuego de la universalidad.