[Analisis] UNA REFLEXIÓN MÁS EN TORNO AL 5G Y LOS RETOS DE NUESTRA ORGANIZACIÓN SOCIAL

fuente: https://antonioaretxabala.blogspot.com/

 

1. Implantando el 5G
Con la implantación de las tecnologías 5G van a coexistir dos interfaces aéreas de radio, una nueva especie de la generación del Long Term Evolution (LTE) y la denominada New Radio (NR). A través del uso de ondas milimétricas la NR supuestamente proporcionará altos rendimientos. No obstante, hay que solucionar un problema: las frecuencias más altas también conllevan mayores pérdidas por alcance, con el resultado de peor cobertura e ineficiencia en el despliegue espacial. Por lo tanto, la conectividad múltiple se prevé que sea la que lo solucione. Una manera de abordar estos defectos se solventaría conectándose a múltiples estaciones base de manera simultánea, permitiendo así que los usuarios se beneficien de las ventajas de ambas interfaces inalámbricas en una densa red de infraestructura.
Los más optimistas intentan mostrar que se puede usar el 5G eficientemente en redes densas e incluso ultradensas, ya que un nuevo paradigma eficiente y de activación automática, casi autónoma e inteligente, en el que la cantidad de nodos de acceso excede a la cantidad de usuarios dentro de la red, puede dejar de funcionar si no se usa y además con menos capacidad de consumo energético por unidad de repetidor. A veces se cuantifican estas ganancias en eficiencia en miles de veces. Por ello, algunos autores creen que la fiabilidad por unidad de torre, poste o antena, aumentaría en torno a un 50% de media en fiabilidad para la transmisión de enormes paquetes de datos con mejoras sustanciales en eficiencia energética. La multiconectividad se ha estudiado desde muchos puntos de vista, incluso en ciudades grandes y se han evaluado las expectativas de eficiencia, ya que la mayoría de los análisis arrojan un notable incremento en el uso de energía para una cobertura comparable a la actual 4G. Es especialmente notorio el efecto rebote o “Paradoja de Jevons” en las previsiones más eficientes. Es decir, a mayor eficiencia, mayor despliegue del recurso y, por tanto, mayor consumo de energía, algunos autores hablan de incrementos en la demanda energética de solamente entre un 10% y un 20%, mientras que otros prevén hasta un 1.000%.
De momento la mayoría de los países estamos subsidiando las fuentes de energías denominadas renovables que se supone serán la base futura de la revolución 5G, mientras tanto, se exigen ahorros nada despreciables de los combustible de los aviones, trenes de altas prestaciones y vehículos de motor como contraparte a la hora de quemar combustibles fósiles. Todavía son pocos los científicos realistas que reconocen las demandas de hidrocarburos cada vez más onerosas del mundo digital (ver figura 2).
Investigadores de ese detalle que se ha vuelto vital, como Mark Mills del Manhattan InstituteEnergy & Environment, muestran cómo Internet y los teléfonos móviles, así como la infraestructura que los hace posibles, ya consumen una fracción importante de la energía eléctrica generada sólo por los combustibles fósiles en todo el planeta y que se multiplica cada cierto tiempo a pesar de la caída de las tasas de retorno energético (TRE) y el efecto rebote de los que hablaremos más adelante. Simplemente porque a escala global, la adición (que no sustitución) de captadores intermitentes de las mal llamadas energías limpias como la eólica y la solar, supone apenas un 7% del total (ver figura 3).
Además, de momento, las expectativas no son que la infraestructura esté apuntalada por esas mal denominadas energías renovables, la mayor parte estaría generada por hidrocarburos. Un mundo recalentado ya en casi 1,5ºC que se obliga a limitar las emisiones de CO2 necesita considerar esta cruda realidad a medida que construye su futuro.
Y es que el 5G representa un salto en el rendimiento equivalente a pasar de la era de aquellos módems de 56k de acceso telefónico, a las redes con fibra de alta velocidad que nos llevaron del mundo de los correos electrónicos a la transmisión de vídeo de alta definición y la videoconferencia para todo, clases, congresos, visitas familiares no físicas, etc., tal y como nos han forzado tres meses de confinamiento por la pandemia de la COVID-19 decretada en marzo pasado por la OMS.
La implementación del 5G implicará enormes gastos de capital y energía, conllevan una proliferación de más de 100 veces de estaciones base, sus cimentaciones, la construcción de las antenas y cableados desde los nuevos o viejos altos hornos, el transporte, la minería metálica y de tierras raras, el mantenimiento mucho más frecuente y numeroso de los dispositivos, nuevas combinaciones de semiconductores inalámbricos e inteligencia artificial para administrar redes extremadamente complejas. Las especulaciones sobre qué tipo de nuevos negocios surgirán en cada uno de esos pasos y los que no cuento, en esta próxima fase digital, significa mucho para la economía, creen los economistas clásicos y los políticos a los que asesoran. Todo el mundo está de acuerdo, por una causa u otra, que el cambio por venir será «gigantesco».
La computación —sólo en la nube— usa ya alrededor del 2% de la electricidad producida en el mundo por todos los sistemas de generación eléctrica. La enorme red de inmensos centros de datos en los que se basa la computación en la nube, demanda 100 veces la electricidad por unidad de superficie que por ejemplo un rascacielos moderno como el de Iberdrola en Bilbao. El Departamento de Energía de EE.UU. ha calculado que el uso de energía de los centros de datos supera con creces el de toda la industria química de aquel país. El uso de energía en la última era digital se expandió el 90% entre 2000 y 2005, luego bajó sus espectaculares incrementos tras la crisis del 2008 con un 24% entre 2005 y 2010. El uso de electricidad se estabilizó más o menos entre 2010 y 2014, fue la respuesta con retardo de esa gran recesión que hoy golpea con una segunda ola.
El despliegue del 5G va a necesitar nuevas y grandes inversiones para cumplir con los objetivos del desarrollo sostenible (ODS) de la ONU y la Agenda 2030, por no hablar de los impulsos fiscales y directivas comunitarias como los reflejados en el Dictamen SC/048 de la UE sobre nuevas economías. Las pocas pruebas de 5G realizadas hasta ahora por algunos operadores con la tecnología actualmente disponible y en las mismas condiciones de cobertura han demostrado que, en términos absolutos, el 5G puede triplicar el consumo de energía y llevarlo a diez veces más si se desean estándares de circulación de datos más ambiciosos.
Pero ya en 2017, el dinero gastado para construir nuevos centros de datos duplicó al de 2016 y los datos de 2018 apuntaron a algo similar. Antes de la segunda ola de recesión de marzo de 2020 —mal achacada a la pandemia de SARS-Cov2— el consumo y gasto en una expansión realmente ineficiente había comenzado. Y es que ya se vio incluso durante 2019, que el gasto planificado para expandir los centros de datos y servidores se habían triplicado en la década de 2010 a 2020.
Actualmente hay unos 4.000 millones de teléfonos inteligentes y alrededor de 4 millones de torres de telefonía móvil en el mundo. Gastamos cerca de 20.000 millones de euros al año en la energía que permita hacer funcionar a nuestros móviles, casi lo mismo que España preveía para 2010 en fomento y medio ambiente en los PGE (22.000 millones). El tráfico a domicilio de compras por Internet ha aumentado el uso de energía en proporciones nunca vistas, superando con creces lo necesario para la entrega por kilómetro y embalaje de los materiales de construcción de infraestructuras para las carreteras, como el cemento o los ladrillos usados por los propios vehículos de entrega.
Como las redes inalámbricas requieren en promedio diez veces la potencia consumida por las redes cableadas, cuando se despliegue el 5G, el tráfico de mercancías se espera que aumente en una proporción similar y necesitará ampliar las estaciones base por un factor también proporcional.
En total, la infraestructura digital de hoy consume alrededor del 10% de la electricidad global, y las supuestas necesidades para seguir en el business as usual (BAU) crecen a un ritmo alarmante, cuyas expectativas parecen imparables, en particular debido a las demandas futuras de inteligencia artificial (IA), los robots, el internet de las cosas (IoT) y la denominada industria 4.0.
Ahora, las grandes corporaciones digitales que se prometen un futuro de crecimiento sin igual, tales como Amazon, Intel, Google, Microsoft, Apple o Facebook, lanzan mensajes con imágenes verdes a sus usuarios en la esperanza de hacer creer que una revolución verde es posible de la mano de una nueva vuelta de rosca a la tercera o cuarta revolución industrial (IR3, ver imagen 1). Google no es la primera vez que declara hacerlo todo con energía verde. Pero no es verdad, los captadores de energía eólica y solar suministraron solamente alrededor del 7% de la energía mundial consumida en 2019. Google puede decir o proyectar lo que quiera, pero su red, sus servidores y su infraestructura, gozan de un respaldo fósil del que no pueden prescindir. El viento no siempre sopla y el sol no siempre brilla y ninguno de los aerogeneradores que usan sus servidores se ha construido, se mantiene, se optimiza o se desmantela (ver figura 3) con energía eólica, suele ser un camión, una grúa, excavadoras, asfaltadoras, altos hornos, los que garantizan materiales y mantenimiento de los captadores eólicos, todos ellos funcionan con gasoil, gas, carbón o energía nuclear. En el caso de los paneles fotovoltaicos estamos en la misma situación. Sus servidores queman más carbón que muchas grandes ciudades de países en desarrollo.
Estos centros de datos requieren un suministro constante de energía sin ninguna interrupción posible, y sólo puede provenir de una red eléctrica alimentada en gran medida por hidrocarburos o energía nuclear. Google puede comprar bonos de carbono, pero, sobre todo, como ellos mismos han afirmado en numerosas ocasiones, pueden comprar indulgencias, los mercados de cuotas de CO2 se crearon a tal propósito. Una vez más, de la demanda de sus centros de datos sólo se cuenta una parte amable de la historia del uso de la energía.
2. Una vez más la energía es limitada
Detrás de la energía consumida por un teléfono inteligente de una sola persona hay toda una red de minería extractiva, transporte, generación de residuos y su gestión casi nunca limpia, urbanismo, planificación y construcción, una constelación de torres, cables, minerales y servidores; para ser rigurosos y exactos, están aumentando las enormes cantidades de energía fósil utilizada en la construcción de la propia red y gestión de sus residuos. Incluso si queremos obviar esa parte, y no queremos ver las cosas tal cual son, sin tener en cuenta las enormes demandas de energía para la planificación, construcción, mantenimiento, ampliación, etc., sólo un teléfono móvil consume aproximadamente tanta energía al día como un refrigerador doméstico. Es decir, andamos por el mundo con el equivalente a una nevera metida en el bolso o en el bolsillo que gracias a sus enormes prestaciones nos ha abierto nuevos mundos, incluso en el arte del comer, pero no ha desactivado la nevera que tenemos en casa; por lo tanto, realmente vamos con dos neveras (o una y pico si es compartida) por la vida. Pero es que tampoco está en la agenda que las ganancias de eficiencia reduzcan el uso actual y futuro de esa energía. Sería ineconómico para las empresas que proveen la generación y las autopistas de la propia energía y los datos. ¡Qué dirían ante esa reducción de los beneficios los consejeros que entraron en el sector energético o digital por las puertas giratorias!
No cabe duda de que se harán grandes avances para aumentar la eficiencia de los centros de datos y de las redes. Guardamos cierta fe y algo de esperanza en ello; pero confiar la seguridad estructural de nuestra civilización tecnológica e industrial a la esperanza y a la fe, no nos hace más modernos por mucha fibra óptica que despleguemos en este intento, nos hace más idiotas y arrogantes, como acarrea toda mentalidad basada en cualquier mecanismo de pensamiento religioso (ver figura 2). La construcción de torres, minería, altos hornos, servidores, inteligencia artificial, redes de distribución y transporte, estarán siempre detrás de ese despliegue y cada vez de manera más numerosa y compleja y por lo tanto también más vulnerable.
El problema de fondo es que toda ganancia en eficiencia, siempre supone un incremento del uso, así de crudo. En la medida en que cada pieza de este sistema se vuelve más compleja y eficiente, las demandas de servicio crecen y el sistema se ve forzado en su conjunto al uso de más y no menos energía y materiales. Este comportamiento que ha acompañado a la revolución digital desde sus inicios no es algo exclusivo en el sector digital o de las energías renovables, ni tampoco lo es en la alta tecnología. En realidad, ya en la década de 1860 el economista británico William Jevons dejó claro que cada aumento de eficiencia en el uso de la primera fuente no renovable de energía, el carbón, redujo los costos de tal manera que aumentó la demanda de energía y, en consecuencia, de carbón.
Quizás el mejor ejemplo a nivel de Estado lo tenemos en la modernización y eficiencia del regadío español en la década de 1990 y 2000. Tras prometer cifras de ahorro de agua y energía de hasta el 40% con el riego gota a gota y otras tecnologías basadas en cierta frugalidad y contención, supuso un efecto rebote con un aumento de hasta más del 50% en el consumo, y no solamente en agua y energía, casi duplicó el número de hectáreas de riego en algunas cuencas, porque como siempre, si un recurso es más eficiente, lo que arrastra es aumentar la cantidad de su uso (en este caso aumentando hectáreas) consiguiendo que el uso de agua y energía se dispare en vez de reducirse. La denominada «Paradoja de Jevons» o efecto rebote se ha hecho ley universal; ni un solo sector se escapa a su cumplimiento.

Otro ejemplo: la revolución a finales de esa misma década en la eficiencia en los motores a reacción supuso que el transporte aéreo se hiciese más asequible a través de los viajes «low cost» para una amplia masa de la población, así que a pesar del aumento del precio del barril de crudo convencional hasta casi los 150 $/barril en 2008, el batacazo de los mercados y el precio sostenido de más de 70 $ desde 2010 hasta finales de 2014, la demanda de combustibles aumentó; tanto para aviones como para la construcción de aeropuertos. Esto además, fue la promesa electoral de todo el espectro de partidos políticos, tanto en ciudades grandes como pequeñas e incluso pueblos grandes que hoy lucen sus pistas de aterrizaje abandonadas o en ruinas tras derivar ingentes cantidades de recursos, energía y capital hacia esas infraestructuras abandonadas que se le negaron a los productos básicos, educación o sanidad.

Más ejemplos aún: el «video volumétrico» necesita algo como el 5G, será el futuro, nos aseguran las grandes tecnológicas. Basado en cámaras de 5K, genera un flujo de 1TB cada diez segundos, haciéndolo de manera más eficiente, aseguran. Intel apuesta por este formato como «el futuro de Hollywood». Precisamente California ya contabiliza con los juegos de azar online más de toda la energía requerida para calentadores de agua eléctricos, lavadoras, lavavajillas, secadoras y estufas eléctricas juntas. En el mundo digital, a medida que los procesos se vuelvan más eficientes, esta ley se está cumpliendo igualmente.

Y es que no queda otra en nuestro planeta finito, debido a que la única fuente de energía lo suficientemente confiable como para soportar este inevitable avance son los hidrocarburos, el mundo digital se ha convertido ya en un importante productor de gases de efecto invernadero, aunque sea indirectamente y sin importar la cosmética verde de Apple, Intel, IBM, Google, Facebook o Microsoft. Las poses de la mayoría de los ejecutivos con las tecnologías denominadas limpias están siendo un verdadero engaño para una enorme masa desesperada por adquirir nuevos productos tecnológicos, incluso entre científicos a los que agrada el escuchar esas fantasías reduccionistas de futuros verdes y automáticos. Mientras tanto el New Deal Europa, el Green New Deal (GND), el ministerio de turno de cada país que se considere en línea con los objetivos del desarrollo sostenible (ODS) o las consejerías autonómicas para transiciones ecológicas y cambio climático, caen en ese mismo error una y otra vez, o en su caso, las promesas de economías verdes se van centrando casi exclusivamente en que ha sido el transporte el culpable último de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI).
Según la compañía Cisco, el tráfico de datos se está multiplicando por diez cada década. Si seguimos así, dentro de treinta años se deberá multiplicar por mil. Tales velocidades de datos son actualmente imposibles: la infraestructura de cobre 4G no puede gestionarlas, por eso se confía este paso de gigante al 5G y la fibra óptica, que harían posible ese desarrollo al margen del problema de la ineficiencia, de ahí los airados debates actuales que carecen casi siempre de esta visión geológica y termodinámica.
 
3. Un poco de historia para aterrizar

La industria minera por su lado, cuando sucedió el boom de los semiconductores, era noticia geológica y tecnológica diaria y se prometía un futuro pleno de actividad sectorial con gran expansión económica. Pero la pandemia de COVID-19 ha cortado de cuajo aquellas expectativas. Sin embargo la propia minería aportó mucho al debate porque desarrolló otra «ley» y muy a tener en cuenta: que el crecimiento constante en la cantidad de potencia informática requerida a escala global con este ritmo de crecimiento, llevaría a que, en 2040, la tecnología digital requeriría la cantidad total de energía producida en todo el mundo en un año como por ejemplo 2010, cuando una nueva experiencia para la vida en el planeta nos hizo pasar un ecuador: más de la mitad de la población mundial comenzamos a vivir en ciudades. ¿Cuál era pues, el escenario «energético» ese año que no para de usarse como referencia? ¿Qué trascendencia tuvo entonces para ser considerado tan importante y de dónde salieron esos flujos?

Ese año, cada núcleo urbano o ciudad se convirtió en la unidad estructural de una nueva y definible dimensión planetaria: la urbanosfera (fundamentalmente hecha de cuerpos humanos, asfalto, hormigón armado y minerales arrancados, transportados y sedimentados por el propio ser humano con los combustibles fósiles en núcleos planetarios interconectados). Así la urbanosfera se añadió a la litosfera, a la hidrosfera, la atmósfera y la biosfera; que a su vez habían sido prolongaciones autoorganizadas inicialmente por densidades, provenientes del núcleo, el manto y la corteza. Cada vez la nueva esfera del planeta, se vio necesitada de más y más flujos de energía para gestionar los suministros de mercancías, más materiales y más alimentos, puesto que había nacido de la voluntad y la inercia de uno de sus habitantes, se vio forzada a mantener y acelerar esas nuevas corrientes planetarias que funcionan con energía solar fosilizada (hidrocarburos) mientras se expandía dejando las huellas de su actividad que pronto abarcaron todo el planeta.

El ritmo actual de quema de esa energía atrapada, enterrada, cocida y entregada a coste cero, para garantizar estos nuevos flujos materiales y digitales, es cada año el trabajo de unos dos millones de años de la tectónica de placas. Este regalo, nunca mejor llamado «oro negro», fue posible porque desde la captación por la fotosíntesis de las plantas de hace decenas de millones de años, su enterramiento, la presión y el calor de cocción de la corteza, hasta su disposición accesible a coste cero en lo que llamamos minas y pozos de extracción (nada de producción) es el mayor regalo después de la vida que ha recibido homo sapiens en su historia escrita de 5.000 años, o 300.000 años de prehistoria.

Otro tanto pasó con los flujos de desechos desde las ciudades hacia los nuevos sumideros que el planeta no pudo ya digerir a los actuales ritmos impuestos, por lo que ese nuevo producto inexistente hace un par de siglos en la historia del planeta: «el desecho», comenzó a invadir nuestros basureros favoritos que antes eran unidades definidas de la dinámica planetaria externa: la atmósfera, la biosfera y sus sistemas de circulación de minerales y nutrientes (incluido nuestro sistema circulatorio, hasta alcanzar que cada semana ingerimos microplásticos de media comparables a una tarjeta de crédito por persona, o tres muñecas Barbie al año) y la hidrosfera, especialmente en los ríos y océanos, saturados sobre todo, de metales pesados y plásticos. Simultáneamente la dimensión del conocimiento o noosfera fue también tomando forma casi física a través de las redes digitales y sus soportes, preparándose para un primer impulso que le permitiera dar el salto definitivo fuera de los cerebros, algo que parece haber sucedido ya en bastantes individuos.

En aquellos estudios del sector minero de hace ya un lustro (2015), se vio lo que se nos echaba encima, pero este resultado se aplicó a sistemas con el perfil de rendimiento promedio de 2015 a una nueva red global del conocimiento. Sin embargo, ya entonces la investigación del sector minero también consideró la hipótesis de que un equipo estándar del año 2025 podría disfrutar de una eficiencia energética ¡mil veces mayor! que uno de 2015. Los análisis mostraron que la llegada a esa madurez solo se atrasó en una década, así que para 2050 sólo el sector digital necesitaría toda la energía mundial que se consumió en 2010. Si toda la gama de equipos informáticos e inteligentes alcanzara el límite del «Principio de Landauer» (o alcanzar un umbral mínimo de consumo de energía física en condiciones normales, necesario para mover un electrón) lo cual es imposible, entonces para 2070 toda la energía mundial del período 2010-2070 sería consumida por la tecnología digital. El planeta ya estaría frito. Y es que no queda ningún sector que no se haya saturado de directivos apasionados con la inteligencia artificial y su prometedor vehículo 5G.

No sólo en cuanto a usos y servicios industriales y empresariales se vive en este mundo de expectativas imposibles, el despliegue del 5G está generando mucha euforia entre la población no experta y los usuarios de entretenimiento, cultura o simple comunicación, a los que se les promete la posibilidad de acceso e incluso bajadas online y almacenamiento de cientos de gigabytes en segundos. Todos se frotan las manos con un universo de posibilidades digitales.

Pero los propios ingenieros y desarrolladores reconocen abiertamente que siguen preocupados por la euforia de los saltos virtuales a clic de ratón; podemos pasar del byte al gigabyte o al terabyte y del watio al gigawatio con el movimiento de un dedo, al menos en el mundo de los ordenadores. Pero en el mundo en que vivimos, comemos, nos movemos y vamos al baño, que es el mundo que sustenta al virtual, no podemos saltar de forma análoga del gramo a la gigatonelada o del metro cuadrado al kilómetro cuadrado con la facilidad de un clic, simplemente porque en este mundo rigen leyes de masa, peso, rozamiento, espacio y tiempo. En el trasfondo están los altísimos costes energéticos de la apuesta.

El cómo mantener bajo control el consumo de energía de las futuras ambiciosas infraestructuras y redes se ha vuelto, por tanto, prioritario para el sector digital e industrial. El crecimiento exponencial que prevén en el tráfico de datos afectará a la huella de carbono y será fácilmente achacable al propio sector tanto como a los costos operativos. Los operadores saben que el gasto económico es insostenible.

Los más grandes, conscientes de la necesidad de una acción urgente sobre el clima ya se han vuelto ecológicos. Fueron empujados por los movimientos mundiales y las declaraciones institucionales universales de prácticamente todos los estados, las regiones, las ciudades, las organizaciones internacionales, todos declararon la «emergencia climática»; la COP-25 de Madrid sirvió como icono de la urgencia mundial para toda la humanidad, pero acabó como el escaparate de los giros hacia lo verde de las empreas que más destruyen el medio que garantiza nuestra existencia. Desde mediados de 2019 las declaraciones de emergencia climática se universalizaron y a principios de 2020, ya se habían vuelto ecológicos hasta los habitantes de Chernobil. Las grandes corporaciones empresariales, sus bancos y accionistas se anunciaban en Madrid con fondos verdes y en las televisiones convirtieron sus esfuerzos (sus negocios) en armas de marketing.

A pesar de las órdenes judiciales de los organismos de normalización, los incentivos en línea con los ODS de la ONU o la penalización en las emisiones de GEI, así como el acceso a las partidas iniciales aprobadas por la UE de más de 500.000 millones de euros (luego vendrán más) para esta transición verde (66.000 millones pueden acabar en España si demuestra estar en línea con la sostenibilidad), los esfuerzos de los fabricantes de equipos son insuficientes. Los operadores de 5G verán un aumento en el gasto de energía de sus redes, les guste o no. Los costos operativos pueden derivarse hacia el sector minero lejos de la vista del ciudadano de a pie, pero eso no evita que la transición tenga un coste que quizás no nos podamos permitir.

El pasado noviembre de 2019, mientras se producían dos eventos de considerable importancia en Navarra, el primero el día 21 con la presentación del SC/048 por el Gobierno de Navarra para transitar hacia las nuevas economías en un mundo en transición energética, y la segunda el día 22 con las empresas del sector energético y el mundo de la política y la comunicación. Todas esas empresas y élites políticas se dieron cita en el Pamplona Fórum 19 para trazar un futuro basado en las nuevas tecnologías de la información, el automatismo y la energía verde. Una vez más resonaba el eco trasnochado del Informe Smart 2020 a las puertas de la pandemia global. En ese mismo momento el Consejo General de Economía, Industria, Energía y Tecnología (CGEIET) de Francia publicó un informe bastante tranquilizador sobre el consumo de energía de la tecnología digital en el país vecino:
El estudio elabora un inventario de equipos y enumera el consumo, haciendo una estimación del volumen total. En Francia ahora mismo están activos unos 61 millones de teléfonos inteligentes, 64 millones de computadoras, 42 millones de televisores inteligentes, 6 millones de tablets, 30 millones de rúters… Aunque estos números parecen altos, los autores del informe creen que han subestimado en gran medida el volumen de equipos profesionales de cara al futuro y del impacto de la era 4k y 8k con la incorporación sobre todo y cada vez mayor, de las personas ancianas al mundo digital. Por ejemplo, el futuro de los automóviles, dicen, estaría destinado a vehículos autónomos, la minería, la construcción, la cultura, el turismo también deberán adaptarse a las leyes de la industria 4.0.
Microsoft ya maneja cifras de hasta siete mil millones de jugadores online. El deporte electrónico y las apuestas online están creciendo a ritmos que no fueron previstos. La Industria 4.0 y el Internet de las Cosas (IoT) se presentan como desarrollos irreversibles (SC/048 y Pamplona Fórum, 21 y 22 de noviembre de 2019). “La revolución digital es el oro negro del mañana” nos dicen las empresas, y si perdemos el tren nos hundiremos.
4. Vale, muy bien, pero… ¿Todo esto para qué, exactamente? 
Pues ahora, necesariamente surgen las preguntas de verdad: ¿Contribuimos así, de la mano de la tecnología digital al desarrollo sostenible? ¿Vamos a reducir las emisiones de gases de efecto invernadero? ¿Vamos a salvar los suelos y por tanto, la agricultura y la biodiversidad de la desertización y el empobrecimiento? ¿Vamos a frenar de una vez la extinción de especies en masa? ¿Vamos a garantizar el acceso universal al agua y reconstruir las barreras biológicas que perdimos al arrasar selvas, bosques, marismas, que nos preservaron por milenios de los virus? ¿Vamos a acabar de una vez con la pobreza, el paro, la exportación de basuras y miseria o el neocolonialismo y sus guerras por los recursos?

Tras el enorme batacazo que vivimos la ciudadanía de occidente con la caída de Lehman Brothers y el rescate por los más vulnerables al sistema financiero global, a sus bancos, sus grandes empresas privadas cotizadas en bolsa y la consiguiente pérdida de clase media y exclusión, nos quisimos poner las pilas y «reformar el capitalismo» (Sarkozy y Merkel, 2009). Entonces el Informe Smart 2020, que data de aquellas fechas, trazaba un camino «revolucionario» asegurando un reajuste de la economía gracias al universo digital (entonces hablábamos de TIC). Fuimos a reuniones, acudimos a presentaciones oficiales, todo supondría un ahorro y una gran optimización de procesos que en 2020 ya estarían implantados, incluso con una no despreciable reducción del 20% en los gases de efecto invernadero.

Todo el problema de las recesiones globales, el colapso de los mercados, de los ecosistemas, la sexta extinción masiva…, todo aún era reciente y los científicos que divulgábamos sobre nuestros impactos en el clima éramos los barbudos exóticos de usar y tirar en televisiones y medios escritos, unos soñadores a los que se les adjudicaban virtudes como estar en contra del progreso o ser un estorbo para los emprendedores que eran los que realmente creaban empleo y riqueza, «¡volved a las cuevas!» nos decían. Los gritos desesperados de la comunidad científica de carácter más activista y no al servicio de una máquina letal, ese 2008, con el reciente colapso a nuestras espaldas vimos en el Informe Smart 2020 algo realmente prometedor, porque en el horizonte, la revolución digital cambiaría el mundo y los mercados. Éstos habían llevado a millones de personas a la gran exclusión. Y sí, muchos casi lo creímos. Y lo íbamos a hacer gracias a la tecnología digital universal y a las mejoras en la eficiencia…

Pero llegó 2020 y vemos que nada de eso ha sucedido, muy al contrario, las emisiones de CO2 se incrementaron en esa medida más o menos. Mayo de 2020 ha registrado la mayor concentración conocida por el homo sapiens de CO2, con 418 ppm (hace unos dos millones de años que los registros geológicos no muestran estas cifras, homo sapiens no existía entonces) a pesar del parón económico y de la pandemia de COVID-19, es también el mes más caluroso de la serie medida desde 1850 con 1,3ºC por encima de la media preindustrial. El permafrost (el 25% de la tierra emergida) en Rusia se descongela y no sólo lo hace liberando millones de toneladas de metano. Vladimir Putin ha declarado el estado de emergencia porque sus infraestructuras y ciudades se hunden; centrales nucleares, térmicas, minería, carreteras, puentes y varias ciudades de más de un millón de habitantes (en total unos ocho millones de personas) confiaron en apoyar las cargas geotécnicas sobre la parte siempre congelada del suelo, pero ésta se funde sin solución. Dentro del Círculo Polar Ártico se alcanzaron en junio temperaturas de 38ºC en el aire y 45ºC en el suelo, nadie nunca vio nada igual. La bromita del permafrost nos puede costar más de 60 billones de euros.

El sector de las TIC ha sido responsable del 3% de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero, que es más o menos lo que predijo aquel informe sobre cómo sería el 2020. Pero para los otros sectores no ha sucedido absolutamente nada. Aunque la tecnología digital se ha extendido ampliamente en sus itinerarios productivos y han optimizado las cadenas de montaje y suministro de bienes materiales o virtuales, al igual que con el móvil en nuestros bolsillos, las emisiones de todos los sectores continuaron en aumento hasta marzo de 2020.

Muchas de las reuniones de los directivos de las grandes empresas ya no son presenciales, no se suben a aviones ni trenes de alta velocidad para decidir el futuro de sus sectores, lo hacen por video-reunión. Al mismo tiempo sus hijos han recibido clases, seguimiento, los abuelos han mantenido un cierto contacto humano de esa manera para garantizar su salud. Los vecinos han decidido a través de zoom o wasap sobre cómo gestionar sus comunidades. El heroico y aplaudido personal sanitario de Madrid gestionó la pandemia como pudo desde grupos de wasap, sus canales de gestión habían sido desmantelados. Las noticias y la actualidad provocan debates de especialistas, universidades, foros, másteres y doctorados no presenciales todos los días desde diferentes plataformas digitales y lugares del planeta. Además, se han extendido los motores «inteligentes», el comercio electrónico, el dron, el software de orientación geográfica en el transporte, los alimentos a la puerta de casa, los balconazis… Las propias redes de energía se controlan electrónicamente y si no hace falta no están activas. ¿Pero qué ha pasado? Las reducciones que estaban previstas no han sucedido, todo ha aumentado, todo se nos ha ido de las manos.
No se vislumbra en el horizonte ningún «desacoplamiento» ni «disociación» de las emisiones de gases letales como los NOx o de efecto invernadero del crecimiento económico, ni desde la perspectiva únicamente que considere las toneladas de gases de efecto invernadero en relación al crecimiento del PIB, ni tampoco con respecto a otros parámetros sobre el consumo de materiales geológicos para vivir como hasta ahora, o los nuevos y tan valorados escasos minerales necesarios para las tecnologías de captación de energía «verde». La OCDE predice que el consumo de materiales minerales casi se triplicará para 2060.
¿Con qué energía tras el problema del petróleo vamos a ejecutar la minería para la innegociable transición que ya vivimos? Según el Informe Smart 2020, una vez más el «efecto rebote» no nos permite ser más eficientes, pero realmente el planeta tampoco. Esto se basa tanto en la «Paradoja de Jevons» (1865), como en la ley de los rendimientos decrecientes, que establece que cualquier progreso en la eficiencia energética resulta en un mayor consumo y que cada vez la energía invertida en procurarnos energía es mayor y que la proporcionada por ella es menor (figura 1). Hemos construido una organización social altamente ineficiente porque no podemos violar las leyes físicas, aunque ese fuera nuestro deseo más apremiante. Cualquier ganancia de eficiencia que se combine con una ganancia económica siempre se traduce en crecimiento en el consumo, sea agua, energía, lentejas o paneles solares.
5. TRE en declive 
Estudios recientes sugieren que la relación entre la energía invertida para extraer la energía o tasa de retorno energético (TRE) de los combustibles fósiles (el 86% de nuestra sangre económica) ha disminuido constantemente desde principios del siglo XX, lo que significa que estamos agotando nuestros recursos de mayor calidad, y estamos usando cada vez más energía solo para obtener nueva energía. Esto significa que los costos de producción de energía están aumentando mientras que la calidad de los materiales energéticos que estamos produciendo está disminuyendo. O lo que es lo mismo, cada vez una mayor parte de la energía que se gestiona es revertida en la propia extracción o procesado, quedando mucho menos margen cada año para expandir la economía o «ir creciendo económicamente».
Court y Fizaine (2017) han demostrado que los valores de la tasa de retorno energético (TRE) en la producción global de petróleo y gas alcanzaron sus máximos en los años 30 y 40 del siglo XX. La producción mundial de petróleo alcanzó el máximo valor de su TRE en 50:1 (con un barril extraíamos 50) mientras que la producción mundial de gas lo hizo en 150:1 (con un barril equivalente extraíamos 150). Incluido el carbón muestran que la máxima TRE de los fósiles fue de 44:1 a principios de los años 60. En su “Long-Term Estimates of the Energy-Return-on-Investment (EROI) of Coal, Oil, and Gas Global Productions” Victor Court y Florian Fizaine, adelantaron con bastante precisión en 2017 la innegociable caída de las TRE globales de todos los combustibles.
Desde mediados del siglo XX, los valores de las TRE del petróleo, del carbón y del gas, es decir, la energía total que podemos extraer de estos recursos por cada unidad de energía que utilizamos para su extracción y puesta en el mercado, están disminuyendo inexorablemente y de manera bastante acelerada.
Hoy nos encontramos en valores de 15:1. Esta disminución continua en el valor total de la energía extraída de los combustibles fósiles globales ha jugado un papel fundamental en la desaceleración del crecimiento económico mundial en los últimos años. Una buena parte de las crisis vividas se deben a esta recesión y el desafío de la transición adquiere un nuevo sentido con un marcado carácter geológico y minero. Así podemos explicar también por qué la eficiencia energética, además de por el conocido efecto rebote o Paradoja de Jevons, no es capaz por sí sola de contrarrestar esta tendencia, simplemente porque cada vez somos más ineficientes (ver figura 1).
Figura 1. La productividad total de los factores (PTF o TFP del inglés Total Factor Productivity) es la diferencia entre la tasa de crecimiento de la producción y la tasa ponderada de incremento de los factores (trabajo, capital, etc.). “Long-Term Estimates of the Energy-Return-on-Investment (EROI) of Coal, Oil, and Gas Global Productions” Victor Court y Florian Fizaine (2017).
La PTF constituye una medida del efecto de las economías de escala, en que la producción total crece más que proporcionalmente al aumentar la cantidad de cada factor productivo. Existe una correlación entre la PTF y la eficiencia de conversión de la energía. El nivel más alto de productividad se alcanzó alrededor de la década de 1930, y desde entonces con cada revolución industrial ha disminuido: En la figura 1 de arriba podemos ver “La Gran Ola” (The Grat Wave) representada por tres revoluciones:
En primer lugar, (ver figura 1 de arriba entre 1850 y 1940) IR1 representa la revolución industrial del carbón. IR2 la segunda revolución industrial impulsada por el motor eléctrico y el motor de combustión interna. IR3 es la tercera revolución informática, tecnológica y de la inteligencia artificial, nace con la era de la comunicación y despliega la industria 4.0; en su esbeltez se observa el rápido aumento y disminución de la productividad de la última gran revolución en innovación tecnológica.
Cada una de estas eras supuso un incremento exponencial del uso de energía. El período de disminución de la gran ola (The Great Wave), tras la segunda guerra mundial también corresponde aproximadamente a la era de las TRE estándar posteriores al pico de los combustibles fósiles totales (incluidas las tecnologías de extracción no convencionales) identificados por Court y Fizaine en 2017.
La crisis financiera de 2008 no representó un evento singular sólo por cuestiones mercantilistas que los analistas retuercen con énfasis diciendo una cosa y a veces la contraria. Realmente fue un evento clave, pero vino derivado del encarecimiento primero, y la volatilidad después, de los precios de la energía, algo que se compensó de manera artificial con deuda y extracciones no convencionales, pero cuyo origen puramente geológico sigue prácticamente oculto por el desconcertante desconocimiento sobre el inviolable papel de la TRE y el efecto rebote entre nuestros dirigentes.
El Premio Nobel de Economía, Robert Merton Solow, afirmó tras el colapso de los mercados en 2008 que, con las teorías económicas clásicas, la productividad como una función del capital físico y el rendimiento laboral, apenas explicaban un 14% de la economía, dejando el 86% restante de lado, mostrando así que ese 86% era «la medida de nuestra ignorancia».

Fue en 2011 cuando un científico, el físico de sistemas alemán Reiner Kummel, publicó «La segunda ley de la economía. Energía, Entropía y los orígenes de la riqueza», donde adjudicó a la energía el ser ese 86%, es decir, esa era la medida de nuestra ignorancia. Hoy precisamente nuestro consumo de combustibles fósiles de calidad menguante es del 86%, mientras que las energías denominadas renovables nos proporcionan el restante 14%.

Bajo esta mirada no es posible predecir cómo la denominada “nueva normalidad” afectará aún más a la industria minera que será sobre la que confiemos el paso al 5G, lo que es seguro es que la industria minera debe reconfigurarse y prepararse para operar bajo esta nueva normalidad. Y no es otra cosa que adaptarse a la “nueva complejidad”, es decir, el poder operar y sostenerse bajo las nuevas limitaciones y desafíos que imponen sin negociación posible el declive energético, el cambio climático, la descomplejización y la desglobalización de la sociedad, del transporte de mercancías y de la mayoría de los procesos, así como los impulsos localistas y descentralizados que se imponen desde la UE, impulsando la denominada “economía circular” local y de bajo impacto, tal y como se presentó en Pamplona el día 21 de noviembre de 2019 con el Dictamen SC/048 de la UE.

Y es que toda actividad económica que quiera crecer deberá estar siempre respaldada por un aumento del consumo de energía. Nunca en la historia de la humanidad se ha visto lo contrario, no existe ninguna clase de “disociación” entre el consumo de minerales y energía y el crecimiento del PIB y, por tanto, de las emisiones de GEI. El problema es que, para conseguirlo, de momento el 86% del consumo es de origen fósil no renovable y cuya TRE estándar es menguante y solamente el 14% es de origen denominado renovable. Pero muy recientes estudios concluyen en que las nuevas TRE extendidas (no son totalmente comparables a las estándar pero dan una idea del itinerario que estamos siguiendo), de los sistemas de captación renovable están muy por debajo aún de los que garantizan una sociedad tecnológica industrial tal cual la conocemos (de Castro y Capellán 2020). Sólo la hidroeléctrica tendría una relativamente alta TRE estándar de en torno a 30:1, es decir, casi 3 veces la actual TRE global según los estudios de Capellán-Pérez et al (2019), mientras que el resto de captadores estarían por debajo de 15:1. Por ejemplo, la eólica estaría entre 13:1 (terrestre) y 9:1 (marina), la solar fotovoltaica alrededor de 8:1 y la energía solar de concentración (CSP) tendría una TRE menor de 3:1.

6. La implementación del 5G y los retos de nuestra sociedad

Implementar el 5G a escala global (si se pudiese, incluso con sólidos argumentos de que a medio plazo será bastante escasa su extensión, además de exclusiva y elitista) pero sin cuestionar ni regular sus usos, abre el camino a todo un universo de aplicaciones dañinas para las comunidades y los ecosistemas. La economía digital puede ser catastrófica para el clima, los suelos, la salud y para la biodiversidad como barrera de futuras pandemias, y en lugar de salvarnos, incide en nuestros ya agudos, letales y preocupantes desequilibrios sistémicos. Si aún no hemos aprendido esta lección es que somos muy, pero que muy, necios.
¿Vamos a presenciar por el móvil el colapso más grande y controlado de todos los tiempos, o vamos a reaccionar y a despertar a la cruda realidad? Soñadores y seguidores de Elon Musk o Bill Gates hablan de refugiarse en Marte; así, tal cual (figura 2) y mucha gente cree que algo así estaría al alcance de sus bolsillos, incluidos reputados científicos. ¿Qué papel jugaría entonces no sólo la inteligencia, sino la ética científica y puramente humana? Pero desafortunadamente no se trata de ninguna teoría conspiranoica de última hora, las personas más ricas del planeta están comprando propiedades bien defendidas de los impactos que la comunidad científica cada vez señala con más precisión. Sus preferencias están basadas en estudios concienzudos de grandes científicos anónimos (o no tanto) en las áreas que se prevé sean las menos afectadas por el desastre global del cambio climático, el aumento de los eventos extremos, las sequías o el nivel del mar, el estallido social o la expansión de nuevas pandemias. La revalorización de las viviendas en entornos neorrurales o interurbanos sigue en alza, poca gente quiere volver a vivir la experiencia de un estado de alarma repetitivo en una gran ciudad, aunque los medios nos estén preparando para ello.

Que el calentamiento global, el declive de los recursos, el saqueo a las comunidades y la desposesión de las personas a través de la deuda con la creciente desigualdad, amenazan a la agricultura y a la salud, nos lo gritan al oído la comunidad científica, el IPCC o la OMS a todas horas (figura 2). Mientras tanto, nuestros dirigentes se hacen los sordos, y si no, ya se encargan las grandes corporaciones de taparles los oídos y pintar las cosas de verde. Ahora vemos que cada vez más familiares, amigas, vecinas, tienen que elegir entre comer o conectarse a la web. Quienes se han lucrado con las redes digitales a sus expensas, previsiblemente se escaparán fácilmente de sus responsabilidades, pues ya compran voluntades en el outlet político e incluso científico global. Hasta Polibio lo vio venir.

Figura 2. Juan Luis Arsuaga. Mayo de 2020 para la BBC.

7. ¿Qué debemos hacer entonces?

Sin duda, exactamente lo contrario de lo que la industria en general está planeando: prohibir el 8k o, en su defecto, desalentar su uso, reservar la IA para necesidades restringidas con una fuerte componente de utilidad en la mejora de la salud social y de los ecosistemas que sustentan nuestras economías, pero sobre todo garantizan nuestras vidas. Tendremos que  ir limitando el drástico nivel energético requerido por cosas como el deporte electrónico, el juego online, las apuestas o las compras a largas distancias y no implementando un sucedáneo del 5G a una gran escala que pudiera obstaculizar los itinerarios de la innegociable transición que hemos comenzado. Una minoría muy rica está monopolizando la mayor fracción del crecimiento del PIB por trabajos hechos muy lejos. Pero ello no aumenta sensiblemente el nivel de consumo de energía y materiales dentro de nuestras fronteras, sino que lo hace lejos de nuestra mirada, pero lo hace en detrimento de una mayoría social a través de relaciones tóxicas a las que se les sigue llamando competitividad. No hay ningún avance en eficiencia a nivel global, con el planeta no lo podemos negociar (ver figura 1).

Tendremos que asegurar infraestructuras digitales seguras y restringidas a un uso comunitario y social, resistentes, resilientes y con acceso universal que permita el uso de baja tecnología y bajo consumo en computación y ancho de banda y por tanto, también de la actividad económica. Favorecer los sistemas mecánicos, prohibir o desalentar las cadenas de suministro de largo recorrido, penalizar la obsolescencia programada, proporcionar tecnología digital fácilmente desconectable y compartida y sobre todo, tomar y divulgar conciencia de lo que nos estamos jugando para dejar de “juguetear” con los arrogantes deseos de niños mimados en que nos hemos convertido.

La vida de mucha, o mejor dicho, de muchísima gente a nuestro alrededor, depende de la responsabilidad de nosotros como científicos y nuestra capacidad de autocontención y mesura, de predicar con el ejemplo y de no doblegarnos ante las más que probablemente delictivas pretensiones de industrias que solamente aspiran a incrementar sus números, cueste las vidas o las exclusiones que cueste. La alarma ecológica, por tanto, nos obliga a racionalizar consumo y producción y la alarma social nos obliga a intentar hacer viable la continuidad de la vida humana civilizada partiendo de postulados reales y comprobados; no de deseos.

Los 17 “Objetivos de Desarrollo Sostenible, aunque incluyan la discutible promoción del crecimiento económico sostenido en el punto 8, realmente en su conjunto son difícilmente rechazables. No puede ignorarse, por ejemplo, que sus dos primeros objetivos son los de poner fin a la pobreza y al hambre. El mensaje de la contención, de la mesura, precisamente ahora, con los sueños húmedos del 5G en las televisiones a todas horas, pero con la contundente realidad de un decrecimiento sin negociación posible, es indigesto, impopular, parece una broma de mal gusto para una sociedad adicta a la opulencia, al individualismo, productos asimismo anómalos de una pequeña época anómala en la que más de la mitad de la humanidad ya vive en la más absoluta pobreza.Durante estos años hemos observado que el PIB se considera cada vez más como un indicador deficiente del bienestar social. El crecimiento del PIB es, por lo tanto, un objetivo social cuestionable. La sociedad puede mejorar de forma sostenible el bienestar sin necesidad de aumentos en el PIB, un parámetro que bajo la lupa del SC/048 podría también definirse como una medida cuyo aumento evalúa el grado de destrucción de los ecosistemas, de la degradación del medio y de la desposesión de las comunidades. El 5G no ha venido a solucionarlo, muy al contrario, por todo lo expuesto es un catalizador del retroceso y contrario al espíritu universal de los 17 ODS de la ONU y es más que probable que su implantación se quede tan corta como la lectura horizontal de la IR3 en la figura 1.

Figura 3. Otro día hablaremos de la imposibilidad de reciclar las palas de los aerogeneradores. Con suerte, acaban troceadas y enterradas en enormes cementerios, obviamente no construidos con energía eólica; es muy poco probable que la excavadora de arriba a la derecha de la foto funcione con energía eólica, ya que todavía está sin inventar; o que los componentes de la misma, acero, cobre, plástico, aceites sintéticos, provengan de la captación de la energía del viento. La vida media útil de estos captadores de energía eólica es de 20 años y dado que los materiales constituyentes, tales como fibra de vidrio, resinas epoxi y otros componentes son extremadamente costosos de recuperar y no se pueden reutilizar si no es para unos tipos muy concretos de aglomerados de hormigón, cuyo uso no está en absoluto generalizado, necesitan ser troceados, tratados y clasificados, encareciendo un producto final de mediocre calidad. Al final se está optando por abandonarlos; en el mejor de los casos se entierran en lugares lo más seguros posible para que las partículas y los microplásticos que se desprenden no viajen demasiado lejos. En España, actualmente hay 1.203 parques eólicos instalados en 807 municipios, con más de 20.940 aerogeneradores —lo que hace un total de unas 62.800 palas— que en los próximos años deberán seguir un camino similar. De este total, la Asociación Empresarial Eólica (AEE) estima que se ha sustituido, de momento, un 0,5%. Si te interesa profundizar en este problema y otros que acompañan a las denominadas energías limpias te recomiendo echar un vistazo a este artículo.